Fragmento de «Autorretrato ante la fachada de la casa», de la exposición de Munch en el Thyssen
Fragmento de «Autorretrato ante la fachada de la casa», de la exposición de Munch en el Thyssen - e. m.
arte

Edvard Munch, el grito del excéntrico en sus pinturas y sus textos

Munch se convierte en uno de los protagonistas del otoño en Madrid con una muestra en el Museo Thyssen. Paralelamente, el libro «El friso de la vida» incluye por primera vez sus textos en español. Es este un buen momento para adentrarse en su figura

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

«Paseaba por el camino con dos amigos cuando se puso el sol. De pronto el cielo se tornó rojo sangre. Me paré, me apoyé sobre la valla extenuado hasta la muerte. Sobre el fiordo y la ciudad negros azulados la sangre se extendía en lenguas de fuego. Mis amigos siguieron y yo me quedé atrás temblando de angustia, y sentí que un inmenso grito infinito recorría». Es el breve texto que Munch redactó como acompañamiento a El grito, y que muy pronto publicó en varios idiomas: acabó haciéndose tan famoso como el cuadro en sus varias versiones. La retrospectiva temática que organiza el Museo Thyssen muestra su versión litográfica, y el relato puede leerse en El friso de la vida, la selección de textos de Munch que publica Nórdica según el criterio de Victoria Parra.

Cotejar manuscritos y cuadros deja ya desde la primera impresión una idea interesante: que Munch escribía como pintaba. Y me refiero a su propia caligrafía: las muestras facsímil de sus manuscritos en el libro son las de una mano que traduce las pinceladas largas, nerviosas, a punto de disolverse de sus cuadros, en letras como patas de araña apenas unidas para formar palabras, que casi dicen más en su forma física que como signos.

Una semántica reconocible

Porque hay una semántica munchiana reconocible. Lo recordará esta exposición, y lo entiende cualquiera que haya visitado su museo apartado del centro de Oslo (en la misma posición excéntrica respecto a su país y la tradición pictórica escandinava que ocupó en vida), o esté algo familiarizado con su trabajo: forman parte de su vocabulario temático y de su temperatura emocional asuntos espinosos como la muerte, el deseo, la angustia vital o el pánico. Es la parte más visible de su trabajo, y con el tiempo se ha ido forzando su coincidencia con el de un breviario básico de cierta Modernidad existencialista y torturada para la que se buscó en él un heraldo y un antecesor: la versión pictórica de la neurosis creativa y la ansiedad existencial que encarnaría Strindberg en la escritura.

Se resistió a la clasificación como outsider o a ser identificado con una corriente

Pero las cosas no son tan sencillas, y conviene obligarse a mirar un poco más detenidamente toda su obra (y leer el conjunto de sus textos). Munch es también un pintor total que se interesa por el reverso positivo y la afirmación del vitalismo: en obras como Adán y Eva, en la fruición visual y casi táctil de sus desnudos, encontramos a un artista que no puede reducirse al tópico del pintor genialoide y trastornado, de intuiciones oscuras incluso para él mismo. Munch es también predecesor y partícipe de una modernidad más «francesa», más racional y luminosa, heredero de una tradición pictórica gozosa de factura cuidada y atención a los aspectos técnicos, lleno de oficio. Si se hace un esfuerzo por «ver» los cuadros sin la carga previa de su reputación atormentada, uno se sorprende encontrando incluso en él rasgos que anticipan en sus últimas obras la «llamada al orden» de las vanguardias europeas tras la Gran Guerra: a veces la luz del norte de sus fiordos luce casi mediterránea en su obra.

Programas condenados a incumplirse

Él mismo se resistió a la clasificación fácil como outsider o a la identificación con una corriente concreta o un universo temático restringido: «Me resisto a escribir sobre mi arte. Fácilmente se convierte en un programa. Y todo programa está condenado a incumplirse». Quizá en esa voluntad está, al cabo, el germen del verdadero alcance de su modernidad: la que se resiste al relato reduccionista, a la clasificación por escuelas nacionales, al etiquetado según una visión de la Historia del Arte como «progreso» y sucesión de vanguardias. Munch asimila las lecciones del simbolismo y el impresionismo, anticipa las soluciones del expresionismo, reivindica en sus escritos como maestros a pintores tan dispares e inesperados como Velázquez y Couture. De un lado, el maestro español que había sido recuperado para la tradición contemporánea por los franceses; de otro, el académico francés que hoy no pasa de pompier: por desconcertante que resulte la genealogía, dice mucho sobre su capacidad para conciliar opuestos, saltarse reglas de gusto y encontrar materia prima en la obra de artistas que sus contemporáneos desdeñaban sin mirar.

Munch viajó por Europa, estuvo al tanto de las discusiones artísticas del momento, leyó a los autores que influían en las corrientes de pensamiento de la época. También se interesó por el esoterismo, por el folclore nórdico, por las tradiciones que los «cosmopolitas» desdeñaban. Nada era despreciable para quien anota que «el arte surge de la necesidad del ser humano de comunicarse. Todos los medios son igual de buenos». Ese quizá sea el «grito» verdaderamente perdurable que uno escucha ante su trabajo: no tanto de angustia o claustrofobia como de liberación y anticipación de una modernidad que se sacude con trabajo las ideas de centro y periferia, de ortodoxia y «rareza»: con Munch, «excéntrico» dejó de ser, en pintura, un adjetivo peyorativo.

Ver los comentarios