Lo que Mayo del 68 se llevó

Aquellas cuatro semanas de «revolución» supusieron el fin de la era del mundo dual que salió de la Segunda Guerra Mundial: ya no hubo «izquierdas» ni «derechas»

Un manifestante arroja piedras contra los gendarmes en París AP

GABRIEL ALBIAC

El mundo de antes del 68 era el de la Guerra Fría . No es anécdota. La Guerra Fría configuró el mundo con más fuerza que las dos mundiales. Y de modo más perenne. Configuró las cabezas, sobre todo. En una dualidad estéril: la de «izquierda» y «derecha», categorías muertas. Tras su antifaz se jugaba el choque de dos imperios. Nada hubo, a partir de 1948, ajeno esa retórica. Y nadie quedó a salvo de sus constricciones. No era sólo una censura política. Absorbía la vida toda de los individuos. Al modo de una perversa religión mundana. La Guerra Fría consumó la apropiación teológica de lo político: la salvación humana pasaba por ser el envite en juego. Y, en nombre de la salvación, no hay aberración ni exceso que no sean verosímiles.

Una generación vivió el advenimiento de esa enfermedad teológica. Nacida en la inmediata posguerra, había respirado la asfixia de la sacralidad política desde la cuna. Esa asfixia podía confundirse con aburrimiento. Así lo hace Viansson-Ponté en un artículo, hoy clásico. Una semana antes de la ocupación del rectorado de Nanterre, cinco días antes del asalto a la American Express en París, algo menos de un mes antes del atentado en Berlín contra Rudi Dutschke, un mes y medio antes del 3 de mayo que vio alzarse las primeras barricadas…, el artículo se titulaba seriamente «Cuando Francia se aburre». Y esbozaba un fino análisis del desafecto ciudadano hacia lo político. «Lo que caracteriza en la actualidad a nuestra vida pública es el aburrimiento. Los franceses se aburren. Ni de cerca ni de lejos participan en las grandes convulsiones que sacuden el mundo, la guerra de Vietnam los conmueve ciertamente, pero no los afecta de verdad… Las guerrillas de América Latina y la efervescencia cubana estuvieron de moda por un momento; hoy, ya apenas si son objeto de tesinas… La juventud se aburre».

Amenaza

Tres semanas antes de que «Le Monde» publique ese diagnóstico, una muchedumbre de jóvenes desfila en Berlín contra la guerra en Indochina. Han venido de toda Europa. También de la «Francia aburrida». 18 de febrero de 1968. En la foto de ese día, Rudi Dutschke ocupa el centro del grupo. Sobre él, ondea la banderola de los trotskistas franceses. A su izquierda, Alain Krivine . Son jóvenes. Muy jóvenes. Cargan ya con una historia militante. La ciudad dividida es una fiesta inesperada. Los trotskistas parisinos de Krivine no salen de su estupor ante este Berlín en el que ondean las banderas rojas. Adivinan también, tras los decorados de la fiesta, algo de gravedad inesperada: la amenaza que acecha a los radicales alemanes. Acabará cerrándose en la locura de la Rote Armee Fraktion. Será una década luego. Hamon y Rotman narran la escena en su gran crónica del 68, «Génération»: «Por la noche, Rudi Dutschke lleva a Krivine a dormir a su casa. El alemán circula en un humilde Dos Caballos. En la guantera, Alain ve un revólver. –Pero bueno, ¿te paseas con una pipa? –Más me vale. Aunque, si de verdad quieren liquidarme, de poco me va a servir».

21 de febrero. París. Saint-Michel es invadido por los estudiantes. Cambian la placa con el nombre del Boulevard: «Bd. del Vietnam Heroico». La bandera norteamericana arde frente a la fuente. Por primera vez en el Barrio Latino , los maoístas de la UJCML lanzan sus unidades de choque contra la policía, frente a la Mutualité, en donde están reunidos los fascistas de Occident.

22 de marzo. Mañana. Esquina de la rue Scribe con la rue Aubert. En el corazón del París burgués, a ciento cincuenta metros del fitzgeraldiano Ritz de la Plaza Vendôme , a cuatro pasos de la Ópera, la sede de American Express tiene, para los novatos insurrectos, un romántico valor de símbolo. Un centenar de jóvenes, armados con barras de hierro y botes de pintura, arrasan el local, asustan a los sorprendidos turistas, queman la bandera y se esfuman por la boca del metro. Habrá tres detenidos. 22 de marzo. Tarde. Asamblea General en Nanterre. Sobre la pizarra, una consigna: «¡Libertad para los militantes políticos, actuemos contra la represión!». Mayo ha iniciado su fase crítica. Que cristalizará en la tarde del viernes 3 de mayo, cuando la policía irrumpa en el patio de La Sorbona y todo el Barrio Latino se convierta en un campo de batalla. Se inicia un vértigo de cuatro semanas.

Para estupor de todos, ha sido el Partido Comunista Francés el primero y el más brutal en su condena contra los estudiantes que toman las calles. No se equivoca. Es su mundo, el de la Guerra Fría, el que está siendo cuestionado por curiosos sujetos que a su joven edad han tenido ya tiempo de militar en el PCF y de abandonarlo como un horrible peso muerto. Georges Marchais , que será pronto su secretario general, llama a luchar contra los «falsos revolucionarios» que ocupan la Sorbona. «Desarrollando el anticomunismo» –escribe en un kilométrico artículo de «L’Humanité»–, «los grupos izquierdistas sirven a los intereses de la burguesía y del gran capital». Es una lucha a muerte. No le falta razón. De esa lucha de cuatro semanas, el Partido Comunista Francés (y, por extensión, sus homónimos europeos) saldrá cadáver. De su 21,27% de voto en las anteriores presidenciales irá cayendo hasta el 1,93% de su agonía.

Fin de una era

Es el fin de una era. La del mundo dual que salió de la Segunda Guerra Mundial . Cada uno de los dos grandes bloques era una fortaleza cerrada sobre sí misma, un búnker. Y cada fortaleza preservaba su hermetismo implacable de sociedad cerrada. La fantasía común era la de que aquel reparto sería eterno, que el tiempo histórico se había congelado. Cuando, en el 68 alemán y francés, como en el 67 holandés, como en el 69 español o en el inicio de los setenta italiano, emergió una potencia subversiva que no buscaba tomar poder alguno, sino sólo mandar a hacer puñetas la siniestrez existente, la regla del juego quedó rota. Y la vida retomó su flujo.

Nadie de menos de treinta años volvió a votar a los PC, salvo excepción psiquiátrica. Los sindicatos se extinguieron. La distinción entre mujeres y hombres quedó en un arcaísmo irrisorio. Los anovulatorios fueron legalizados en Francia, por ley de la derecha gaullista. Las jóvenes dejaron de interrumpir sus carreras por causa de embarazos no buscados. El mundo se hizo, de pronto, inesperadamente agradable. Privado de aquellos destacamentos en territorio enemigo que fueron los Partidos Comunistas, el Imperio Soviético se fue cuarteando. Cayó a plomo en el otoño de 1989. No era ya más que vieja hojarasca. Quienes vimos caer en Berlín el muro , nos supimos ante la última barricada de mayo.

No, no habíamos edificado nada. Lo habíamos barrido todo. También el jodido muro. Ese fue el lujo de mi generación: vivir sin epopeya. Vivir sólo. Ser libres.

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