Gran Bretaña y el Continente: historia de una fascinación

La política puede haber separado a a los europeos de una y otra orilla del Canal de la Mancha a lo largo de la Historia, pero la curiosidad mutua permanece tan invariable como fructífera

Ignacio Peyró

A medio camino entre el humor y la verdad, los miramientos de Gran Bretaña con el Continente han dado pie a no pocos episodios memorables. Recordemos, por ejemplo, a aquel señor Wyatt que, nada más llegar a París, deletreó su apellido al recepcionista de la manera más ofensiva posible para un francés: «Waterloo, Ypres, Agincourt, Trafalgar, Trafalgar» . O a ese petimetre que, al desembarcar en Calais, no pudo evitar quejarse del «espantoso olor» de la costa: mucho más viajado, su tutor tuvo que aclararle que ese era «el olor del continente». Por supuesto, los continentales han devuelto las pullas con no menos sorna: lo más amable que se ha dicho sobre la cocina insular –por injusto que sea– es que la única manera de comer bien consiste en «desayunar tres veces». A veces la broma se ha ido de las manos: en 2004, Chirac a punto estuvo de provocar un incidente diplomático por una esnobada en torno a la culinaria británica.

Ya más en serio, hay quien ha hablado de las Islas como «un estado del alma», y un experto en insularidades como el mallorquín José Carlos Llop recalca que «una isla ya es, de por sí, un destino». En el caso británico, la observación cobra calidad de paradigma: basta con recurrir a su literatura para encontrar cifradas mil y una consideraciones míticas de las islas, de la Utopía de Santo Tomás Moro a La nueva Atlántida de Bacon, Stevenson, Swift o –de modo eminente– las lejanías de Robinson Crusoe narradas por Defoe. Emerson llega a hablar del «afortunado día» en que una ola separó el condado de Kent –en el sur de Inglaterra– del Continente. Y hay quien ha querido retrotraer un cierto excepcionalismo británico hasta el cisma anglicano , entendido al cabo como una cesura en la unidad de la vieja Europa. El propio Shakespeare iba a celebrar el Canal de la Mancha «como foso protector de una casa», ojo, «contra la envidia de países menos venturosos». Sí, a modo de «ínsula extraña», la idiosincrasia británica iba a recorrer una tradición tan abierta al encuentro como propensa a cierta condescendencia hacia lo foráneo. Del mismo modo, por cierto, que el Continente osciló entre el deseo de dominar la isla y una anglofilia que llegó a ser una fiebre. Al fin y al cabo, siempre hay dos versiones de la historia. Y si nos atenemos al Brexit, podemos pensar, sí, en «la divertida y cínica sonrisa» de Bretherton, el subalterno enviado desde Londres, en las reuniones que se saldarían con la negativa británica al Tratado de Roma. Pero no menos habrá que ponderar las múltiples humillaciones que De Gaulle –¡precisamente De Gaulle!– iba a administrar al primer ministro Harold Macmillan con su bloqueo al ingreso europeo de Gran Bretaña en los primeros sesenta.

La ironía de la relación entre el Continente y Gran Bretaña radica en que, pese a intereses geopolíticos distintos, la cercanía y la fascinación han existido siempre . Y así, siglos después de que Shakespeare leyera con pasmo a Cervantes, los españoles nos enganchamos a The Crown, Tamara Rojo triunfa en el English National Ballet mientras los españoles lloramos a Michael Robinson, Robert Goodwin vende aquí y allí miles de libros de España. Norman Foster planea su reforma de El Prado y Fortnum and Mason expone cuatro tipos de jamón español. En fin, si James Rhodes se ha hecho español acérrimo, el Cervantes Theatre de Jorge de Juan enseña a todo Londres –y a miles de niños– nuestros clásicos y modernos. En el fondo, es tanta la imbricación entre continente e islas que más de una vez estaríamos tentados de pensar que son precisamente esos intereses geoestratégicos divergentes a lo largo de la Historia los que nos han hecho más curiosos los unos de los otros.

Baste considerar aquel gran siglo británico –el XIX– que media entre Waterloo y la Primera Guerra Mundial. Es una época de auge del «espléndido aislamiento» victoriano y una época , también, en que las islas pasaban por ser «el Japón de Europa»: un país raro y distinto, tal vez, pero mirado con admiración –como afirma nuestra Colombine– por unos vecinos continentales que anhelaban su paz y su prosperidad. Aquella Inglaterra era una nación sin aliados permanentes pero con intereses permanentes, con una vocación continental por tradición limitada a garantizar los equilibrios europeos. Así lo recordaría Duff Cooper, entonces Lord del Almirantazgo, al presentar su dimisión tras el Acuerdo de Múnich: la política europea del país, según le reprochó a Chamberlain, había pasado por luchar contra la tentación de la hegemonía en el continente, en todo lo que va de Napoleón a Felipe II y de Luis XIV al Kaiser. Por lo demás, como ya dijo Disraeli, Inglaterra era «una potencia asiática. Y con el añadido no menor de su «relación especial» con el amigo americano. Pues bien: quizá nunca las diferencias angloeuropeas fueron más evidentes que en aquel viejo XIX, y sin embargo nunca hubo más embeleso en el cruce de miradas a uno y otro lado del Canal de la Mancha. Iba a ser, de hecho, la culminación de un romance euro-anglófilo extendido en todo lo que va de Voltaire en el XVIII a Churchill en el XX.

Algún pecio de esa época subsiste en esos hoteles que aún ofrecen por la tarde el té con scones. En los mejores tiempos de la anglofilia, Stendhal lamenta tener «la edad de fifty-two», Philippe Égalité importa de Inglaterra todo lo que va de amantes a camisas, y Charles de Noailles y la Odette proustiana fingen, al hablar, acento inglés. La sobriedad del redingote –riding coat– marcaba el buen tono vestimentario y nacía esa mixtificación continental llamada «style anglais». Se fundan los primeros clubs continentales, las primeras nannies llegan a Europa, los primeros alumnos europeos llegan a los grandes colegios que todavía hoy educan a los poderosos del mundo. Se imponía «la manía de los caballos, de los coches, de los muebles, de las telas, de los clubs, de los whiskies, de los jockeys, de los fraques negros».

Desorden británico

Los jardines –en Francia- dejan de guardar simetrías versallescas para someterse al «desorden británico». Los elegantes forrados de tweed se atienen a la norma de enviar la ropa al tinte en Londres, como la familia de Nabokov. También la mejor maquinaria –cosechadoras, locomotoras o telares– estaba allí, y allí había que ir a buscarla. Sin ironía, un boticario galo podía intitularse «farmacéutico del duque de Northumberland», y hubo caza del zorro hasta en el Marruecos español. Todo esto, además, no son sino emanaciones del principal prestigio británico: el parlamento, la Corona, el comercio y la prensa libre, lo que el Continente quiso imitar. ¿No hubo acaso una huella inglesa en nuestra Restauración, cuando Alfonso XII estudió en Sandhurst y hasta los personajes de La Regenta fingen leer el Times? Por supuesto, en justa correspondencia, de igual modo que Europa miró arrobada a Gran Bretaña, el mayor compendio de las mores británicas, las Cartas de Lord Chesterfield, es un homenaje al continente. Y en estos viajes sentimentales de ida y vuelta, es llamativo que tantos rasgos y materialidades que nos parecen «muy British» tengan no poco del genio asimilador propio de las Islas. La insularidad ha generado tensiones de energía al abrirse a Europa. No solo Europa: pensemos que la cocina anglo-india es, por derecho, cocina nacional británica.

Catedrales y universidades

Pero la influencia de ese romance británico con sus vecinos es visible aquí y allá: en las soberbias catedrales góticas del país, sí, como también en esa fraternidad tan palpable entre nuestras Bolonias y Salamancas y su Oxford. O en la arquitectura palladiana de tantas casas de campo inglés, importada directamente del Grand Tour. En el Wellington que estuvo en España y en el que cuelga, pintado por Goya, en la National Gallery. Y, por supuesto, en los fuegos de artificio de Haendel y los fuegos, estos demasiado reales, de Austerlitz y Trafalgar, de Los Arapiles y el Somme. Y ya que hemos mencionado la mesa al comienzo de este texto, ¿qué une con más fuerza lo continental y lo británico que el vino? Jerez, Burdeos, Oporto, Champaña y hasta la lejana Madeira son paisajes del espíritu angloeuropeo. Con más de 18 millones de visitantes británicos en España en los mejores años, también podemos pensar que estamos devolviendo la hospitalidad que en Gran Bretaña se tuvo para todo lo que en algún momento sobró en Europa: hugonotes franceses, aristócratas huidos de la revolución, resistentes gaullistas, judíos perseguidos y –por supuesto- románticos y republicanos españoles.

¿Y hoy? Solo durante la pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea, hemos visto desde el punk hasta los Young British Artists o la escuela de escritura creativa de Norwich, capaz de atraer al alemán Sebald como profesor y a alumnos como Ishiguro o McEwan. Incluso se va a abrir un museo de arte español en Bishop Auckland. Y, con más de sesenta universidades donde convertirse en hispanista, el legado de los Elliott, Preston y Dadson parece seguro, especialmente ahora que, por primera vez en la Historia, el español ha superado al francés como lengua extranjera. Algo que resolver una vez que el Brexit se ha hecho efectivo: un pasaporte o una exención para que puedan circular artistas, músicos, compañías…

De orilla a orilla, el diálogo entre Gran Bretaña y el Continente ha sido tan matizado que Eduardo VII, recibido en París con vivas a los bóers, terminaría despedido entre aclamaciones de «vive notre roi!» Ciertamente, Nelson y Napoleón, de la plaza de Trafalgar a la plaza Vendôme, se miran con reproche todavía. Pero al final, siempre podemos pensar qué hubiese sido de todos nosotros si un tal Winston Churchill no llega a ser tan gran ami des grenouilles, tan buen amigo de los gabachos. Hace más de un siglo, Kipling pregunta en un poema si la vieja Inglaterra sigue igual, si todavía se alzan los blancos acantilados de Dover que posaron durante siglos como advertencia de la insularidad británica. Y sí se alzan, sí. Pero la comunicación y la fascinación siguen invariables. Solo nos falta un nuevo Concorde que la simbolice.

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