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Soy de la opinión de que se deben respetar las fronteras temporales de las festividades. No sé si es por falta de flexibilidad mental, pero odio los villancicos en noviembre y no le encuentro sentido a las coplas del carnaval en pleno agosto playero. Las festividades religiosas, aunque no se sea plenamente consciente de ello, conservan un profundo sentido simbólico cimentado en lo más hondo sobre la magia y el mito. Constituyen los hitos con los que los hombres, aunando los dones de la tierra con los signos de los cielos, le fueron encontrando cierta explicación al misterio de la vida.

Digo esto porque, este año, el viento de levante obligó a aplazar la cabalgata de carnaval, así como otros actos, a este pasado fin de semana. Por esta razón los alocados hijos de don Carnal ocupaban todavía las calles cuando se disponían ya a apropiárselas las circunspectas huestes de doña Cuaresma. Esto, según llega a mis oídos, ha provocado cierto estado de tensión entre los partidarios de ambos bandos, por más que los haya que empuñan el cirio apenas abandonan el plumero.

Cuando la Iglesia católica heredó el poder de los desaparecidos emperadores romanos, no le quedó otra que dejar abierta la espita de la fiesta pagana de las carnestolendas para dar salida a los bajos instintos del personal, pero estableciendo, eso sí, el pertinente periodo de purificación de los cuarenta días que dan paso a la Semana Santa. La curia vaticana también ha tenido que hacer de tripas corazón para permitir cualquier tipo de manifestación religiosa en plena calle, donde resulta difícil someter a los fieles a los necesarios controles del rito, pero transigió aceptando los desfiles procesionales, también de raíz notoriamente pagana, como una forma de captar clientela.

Este fin de semana, pues, hemos sufrido la tensión latente entre esas dos formas de entender la vida, la alegre de la carne, por más que la versión light de nuestros carnavales no tenga nada que ver con la liberación orgiástica en la que encontraron su origen, y la del espíritu culpable que ha de expiar sus pecados. Las protestas de los unos por no poder mostrar públicamente su firme compromiso con los cielos mientras los otros continuaban entregados a sus desenfrenados disfrutes terrenales. De este modo el primer viacrucis se vio obligado a desfilar sobre las cenizas aún calientes de la quema de la bruja.