Tribuna

Disfrazar el alma

CATEDRÁTICA E.U. ÁREA DE SOCIOLOGÍA Actualizado: Guardar
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Las fiestas han cumplido tradicionalmente con la función de relajar las estrictas costumbres que tienen como finalidad amoldar la potencialidad infinita de nuestros comportamientos a unas normas que los hagan previsibles. La permisividad de las fiestas disminuye la represión y el nivel de control de la familia y del poder, que siempre miró con recelo las expresiones populares, especialmente las críticas con los diversos órdenes vigentes. En las sociedades industriales los vínculos afectivos y comunitarios están más resquebrajados y la ansiedad y el estrés angustian al ser humano. Entonces se hace más necesario salir del tedio cotidiano, comportarse y relacionarse más libremente. En los carnavales gaditanos, la calle es escenario de extraordinarias representaciones de la cotidianeidad, graciosas y críticas comedias y tragicomedias. gracias a la pasión por la risa y la alegría de quienes salen a la calle a divertirse y divertirnos, a evadirse de lo que nos abruma. Porque, aunque se reivindiquen soluciones a los problemas, se acompañan de alegría, espontaneidad, creatividad, desmitificación, liberación... Es, como tantas veces se ha dicho, una explosión de libertad. Como forma de expresión de gente de diversos estratos, ideologías, formación o inclinaciones se produce no un único carnaval, sino muchos carnavales. Se puede elegir, porque el carnaval es único por genuino, pero tan original como diverso.

Los carnavales permiten invertir el orden natural e impuesto de las cosas, tratar a los poderosos de tú a tú, medirse por otros resortes: el ingenio, la empatía, la afinación. permiten adquirir reconocimiento social, liderazgo, poder. Alimentan nuestra necesidad de comunicación; el público no es sólo espectador, participa y aviva la fiesta: esos momentos mágicos en los que toda la calle es puro teatro coreando coplas y estribillos. Los carnavales desvelan y exploran aspectos clandestinos de nuestro yo. Como decía Durrell, nos liberan de la esclavitud de la personalidad, de la servidumbre de nuestro yo. Y aunque los nuestros no se basan en el anonimato como los de Alejandría (a los que se refería el escritor inglés) o los de Venecia, se acepta y aplaude que alguien 'respetable y serio' se comporte durante la fiesta como otra persona (en griego: máscara).

Durante la transición democrática, aparecen los carnavales modernos: en plena reconversión industrial confluyen las luchas obreras, la exigencia de libertades y las reivindicaciones culturales e idiosincráticas del Carnaval por las clases medias y profesionales (simbolizadas por Los Dedócratas), produciendo una fiesta interclasista e integradora. Reaparece en barrios populares de la ciudad antigua, ocupando progresivamente más espacios, extendiéndose la oferta y aumentando la generación del espectáculo en la calle. Otra derivada de la transición fueron las 'ilegales' (¡las maravillosas letras del Gómez!) que se separaron de la fiesta oficial y que ganaron reputación gracias al boca a boca, al no gozar de difusión televisiva. Se producen movimientos en una doble dirección: algunas entran en el Falla, a la vez que el Falla tiene que salir a la calle, en busca del prestigio del aplauso y el calor popular. Al reflejar una sociedad más libre, las mujeres abandonan el papel secundario anterior, protagonizando sus propias historias y conquistando espacios masculinos como los coros. Los carnavales no se anclan exclusivamente en la tradición, crecen escenográfica y musicalmente. Tienen autonomía, no son rehenes de la política; las críticas suelen hacerse desde el sentido común, sin banderías políticas. Por su masiva y creciente participación, no se han dejado doblegar.

Los dobles sentidos de las palabras, de las frases, los disfraces hechos con trapos y cachivaches, la gestualidad, la calidad en la instrumentación, la cuidada afinación de las voces. reflejan desde flecos de una cultura masificada y homogeneizada hasta un ingenio brillante y mágico. Transformar la chata realidad en pura risoterapia, contiene tanto derroche de creatividad y talento que debería permitir que Cádiz pudiera transformarse en una ciudad cultural en la que mucha más gente viviera de esas cualidades y motivaciones y hacer del carnaval una verdadera industria turística, comenzando por afrontar el hecho de que muchos gaditas se sienten expulsados por la chabacanería (alimentada por la tele-basura) y la suciedad y hedor en las calles (hay que re-multiplicar macro-papeleras y váteres: las crucetas enchufadas a alcantarillas resuelven a cuatro chicos a la vez). Su futuro, aunque de Alemania lleguen aires quita-fiestas, está asegurado: la socialización en los carnavales se produce desde niños en el ámbito de los grupos primarios, especialmente la familia, y la 'contaminación' se extiende, primando la coordinación, reforzándose vínculos que minimizan un doloroso mal moderno: la soledad. Ramón Solís señaló que ese carácter colectivo y cooperativo diferencia a los carnavales de otras manifestaciones populares tan vinculadas a Cádiz como son los cantes flamencos.

La sociedad occidental, secularizada y hedonista, legitima el placer y la diversión. Junto a la globalización cultural, se produce un auge de lo local. El pueblo gaditano es consciente y está orgulloso de su pasado excepcional y de su bonita ciudad. Es difícil no conmoverse ante la pasión arrebatada de quienes ponen toda su alma en su fiesta: no disfrazan su alma, la liberan de los prejuicios habituales para vivir con total intensidad las cosas que sienten. La crisis amenaza con restringir las fiestas: ojo, no tensen la cuerda más de lo que ya aguanta. Una sociedad en plena consciencia de la injusticia y el absurdo de un sistema que nos lleva de crisis en crisis, el capitalista, puede decir ¡basta! como dijo hace doscientos años respecto al absolutismo.