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PONERSE DE ACUERDO

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N o parece que sea fácil llegar a ninguna parte, ya que los trayectos son múltiples. La culpa no la tiene solo lo que en los coplas antiguas se llama «el maldito parné», ahora denominado «falta de liquidez». Para entendernos, si eso es aún posible, tenemos que esforzarnos por comprender dos cosas: que somos pobres y que en el futuro vamos a serlo más. Ese y no otro ha llegado a ser nuestro sugestivo proyecto de futuro. No nos llamemos a engaño. No hace falta, porque el engaño siempre se escucha. El apresurado intento de reforma constitucional ha abierto una brecha que nunca estuvo cerrada. España jamás ha sido una piña, pero eso de enumerar sus piñones, parientes de los jazmines, uno a uno, no puede traernos nada bueno para todos. No se muestran conformes con la reforma constitucional los llamados «nacionalistas». ¿Cómo hay tantos en un país de distancias íntimas? Los españoles somos una microscópica partícula del universo conocido, pero no es difícil reconocernos por lo mal que nos hemos llevado siempre.

Que Dios nos coja confesados de los errores de nuestros políticos. La mejor gente nunca se ha dedicado a esa imprescindible y desalmada tarea y la ha delegado históricamente, con admirables excepciones, en listillos, truhanes y demagogos. Así nos va, pero lo malo no es eso, sino lo que se nos viene encima. ¿Cómo rellenar la brecha que se ha abierto con los nacionalistas sin echarles tierra encima, que ha venido siendo siempre la fúnebre solución tradicional? La palabra «consenso» ha sido ajena en nuestro diccionario bipartito. Unos quieren barajar y otros romper la Carta Magna, pero ambos desean que siga el juego. Viven de eso mientras ven extinguirse a algunos compatriotas. El mundo no es pésimo, ya que siempre puede empeorar, pero abundan los cretinos en sus despachos que hacen todo lo posible por no encontrar soluciones. Si alguna vez la encuentran se la pasan al señor subsecretario para que la aplace, que para eso cobra y va a durar más que él.