LA HOJA ROJA

HAY OTROS MUNDOS, PERO ESTÁN EN ESTE

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Era imprevisible, o impredecible -si es que no es siempre la misma cosa- suponer que solo harían falta cuatro céntimos para cambiarnos la vida, para que nos diésemos cuenta de lo realmente innecesarias que eran tantas bolsas de plástico de los supermercados, y lo comodísimas y superguays que pueden resultar las bolsas reutilizables, sin las que ya no podemos salir de casa. Cuatro céntimos han sido suficientes para disuadirnos de la carpetovetónica idea de que el plástico era el progreso y para responsabilizarnos del daño medioambiental que estábamos causando, y para reafirmarnos -sobre todo- en que lo que cuesta dinero ya no resulta tan atractivo como lo que es de balde, pero lo menos aquí. Así de simple. Cuatro céntimos y todo el mundo se conciencia de lo fácil que es cambiar el mundo, cuatro céntimos para comprobar que, «hay otros mundos, pero están en este», ese verso simbolista de Paul Eluard que los de mi generación conocíamos por el anuncio de la colonia Yacht Man: «hay otros hombres, pero están en ti», ¿se acuerda?. Es lo que tiene esto de la nostalgia mal interpretada, que de pronto alguien abre el baúl de los recuerdos y ya es imposible parar la maquinaria de la memoria. Mire, si no, la que tienen formada en Facebook los que se han unido al grupo «Cosas gaditanas o añejas que sean perdió» -parecen dominar bien la retentiva, pero no la ortografía-, que acaban de descubrir que cualquier tiempo pasado, cualquiera, fue mejor y que en poco menos de una semana se han hecho con más de cinco mil miembros dispuestos a revolcarse en la charca de la morriña y a seguir con la arqueología sentimental de una ciudad que se reconoce más en su ayer que en su mañana.

Hay en este grupo quien se acuerda de la juguetería de la calle Torre, del carrito de chucherías de Dolores en San Antonio y el de Antonio en San Agustín, de la Uchi en bicicleta por la Catedral. Hay quien recuerda a Antoñito el cojo de San Fernando que diariamente acudía a su cita con la calle Columela, o al otro cojo, el de Compañía que solo cantaba «Ay Mahoma, Ay Mahoma, dejáte de bromas.». Hay quienes confunden añoranza con propaganda electoral y se acuerdan de la línea 8 de autobuses, y quienes suspiran por los asientos de madera y por los «libritos» de matrices de aquellos billetes de autobús que costaban una peseta y que paraban hasta en el Mentidero. La gente tiene memoria, para qué vamos a decir otra cosa. Y se regodea en el recuerdo del Cine Terraza o del Brunete, en las escaleras mecánicas de Simago y en Galerías Preciados, en las bandejas de patatas del Canadá y en las casetas de la playa.

La gente siente todavía nostalgia de Chacolín en Canalejas, del cochecito lerén, de las muñecas del columpio en el Palacio de la Moda, de los vaqueros Blue Colorado que se compraban de forma clandestina en la calle Arbolí, de la tómbola de la Cruz Roja y hasta de los coches-choque de Santa Bárbara. Sí. La gente tiene memoria. Y la saca a protestar. «Nos han robado el cielo», dicen los vecinos de la Glorieta Ingeniero La Cierva con la misma melancolía que Joaquín Sabina preguntaba aquello de «¿quién me ha robado el mes de abril?». Solo que ellos sí conocen al culpable. Saben quién nos han robado el cielo y las estrellas y saben que eso cuesta mucho dinero, mucho. Más que los cuatro céntimos de la bolsa de plástico, y ya ven. No pasa nada por volver al cesto de mimbre, a la talega y al carro de la compra.

Sin duda, hay otros mundos, pero están en este. Sólo es cuestión de buscarlos. Y parece que estamos en camino, que las pistas nos van conduciendo a esa otra manera de hacer las cosas. El Ayuntamiento ha suspendido este año los conciertos gratuitos de la playa -recuerden, como la bolsa de plástico- porque la crisis aconseja destinar el presupuesto a gastos más urgentes y necesarios para la ciudad. Por fin se atreven a llamar a las cosas por su nombre. No hay dinero para mamarrachos -solo tenían trescientos mil euros-, se acabó lo de la dignidad y lo del mira qué buenos que somos que seguimos regalando migajas. Perfecto. Es la mejor manera de devolver la moneda de la confianza al electorado. A lo mejor solo es el principio, pero es un buen principio y ya se sabe que lo que bien empieza suele acabar con un «Fueron felices y comieron perdices». ¿Se acuerda?, son los cuentos con los que crecimos, los que nos fueron dejando las cicatrices que todavía escuecen cuando cambian los tiempos. Los que nos llevan a unirnos a grupos como el de Facebook y a tomar con «un poco de azúcar esa píldora que os dan» que cantaba Mary Poppins en una traducción tan libre como el viento pero que hacía efecto: «El ser feliz, un juego es al fin».

No parece difícil. Se trata solo de no engañar al personal, de no llamar baguette al pan, y de no olvidar nunca que había una vez en la que los cascos de la cerveza se devolvían al almacén, los cartones se vendían en Feduchy y que el del puesto de chucherías no te dejaba coger el «flácongelao» que tú quisieras porque la nevera abierta gastaba mucha luz. Y no pasaba nada. Era otro mundo, vale, pero puede estar en este. Solo es cuestión de buscarlo.