Tribuna

Sectarismo

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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En el escalofriante libro, recientemente publicado en España, 'El infierno de los jemeres rojos', Denise Affonço cuenta cómo sufrió en carne propia la clasificación infernal y despiadada entre el 'trigo' y la 'cizaña' que llevaron a cabo en Camboya los secuaces de Pol Pol. Esta quizás haya sido una de las experiencias más extremas de división sectaria de una sociedad entre buenos y malos, que culmina con la exterminación de los segundos por los primeros. Lamentablemente no ha sido la única, ni será la última. También en España tenemos una larga tradición de eliminación física de herejes o discrepantes. Y es que, como decía Unamuno, todos los españoles llevamos dentro, por tradición, a un inquisidor. Tal vez por ello muchos de nosotros seamos tan dados a entregarnos a cualquier tipo de sectarismo que separe el mundo de 'los míos' y de 'los otros'.

El tiempo y las viejas y profundas heridas deberían habernos curado tan grave enfermedad, pero los hechos del presente lo desmienten. En la España moderna, contra todo pronóstico, cunden de nuevo el espíritu de secta y la intolerancia. Cada vez son más los ciudadanos que se parapetan tras una línea divisoria que reparte el mundo en dos lados: ángeles y demonios, rojos y fachas, los suyos y los nuestros. En la sociedad de la comunicación y del acceso libre a la información y a la educación, se extiende paradójicamente una visión maniquea y plana de la realidad. Pero la realidad, sin embargo, no puede encajar en moldes simplones, por la sencilla razón de que los hombres son ricos, diversos, diferentes, cambiantes y valiosos en su plural humanidad. No existe un modelo de hombre, ni una realidad. ¿Acaso no es esta la enseñanza elemental de la modernidad, el desafío poliédrico que hemos de madurar? Para los sectarios, los suyos son los buenos, los que verdaderamente saben pensar, sentir y vivir, mientras los otros, ignorantes de ese conocimiento y moral 'superior', tal vez hasta pérfidos, son las malas hierbas que dañan el progreso. Si esta concepción enfermiza del hombre y la sociedad se impone y nos obliga a tomar partido, estaremos de nuevo abocados a un enfrentamiento fratricida. Ya ha pasado y puede volver a pasar.

Hoy entre nosotros se desconfía de cualquier manifestación pública que represente una toma de postura. No se indaga en lo que se dice, sino en quién y dónde lo dice y, sobre todo, 'contra quien' se dice; la libertad de pensamiento es tan escasa que, de entrada, siempre resulta sospechosa. Los esfuerzos de imparcialidad son mirados con recelo a diestra y siniestra. Parece que a los humanos nos une más estar contra las mismas cosas que a favor de una común.

Hay razones para pensar que en nuestro país se han reabierto las espitas del extremismo sectario, que acaso nunca estuvieron adecuadamente cerradas. El lenguaje político empieza a plagarse de ánimos de revancha, y hasta parece que hay algunos empeñados en resucitar el 'trágala' del siglo XIX, con formas de gobierno dirigidas no sólo a cumplir el propio ideario, sino a contrariar a 'los otros'. Basta pensar en los conflictos abiertos con asuntos como los de la 'Memoria Histórica' o la 'Educación para la Ciudadanía', para apreciar hasta qué punto algunas acciones de gobierno no han sido objetivos políticos a alcanzar, sino medios de alimentar la confrontación social. Estas y otras medidas afectan al núcleo mismo del pacto constitucional y de ninguna manera deben ser objeto de regulación por mayorías coyunturales. De aquí deriva buena parte de la tensión que estamos padeciendo, porque se están acometiendo reformas fundamentales de nuestro sistema político que carecen del suficiente grado de consenso. En el otro lado, desde determinados medios de comunicación se alientan posturas igualmente extremas en tertulias y debates que más bien parecen autos de fe. Se hace escarnio público de personas e instituciones con datos insuficientemente contrastados, emitiendo condenas sumarísimas sin derecho a réplica, con grave daño a la fama de los implicados y al clima de convivencia sosegada al que todos tenemos derecho. Es difícil soportar la impúdica verborrea de los adictos al régimen, pero es igualmente deleznable el coro grosero de los profetas del desastre, que con lucidez retrospectiva nos recuerdan que ellos siempre tuvieron la receta que cura todos nuestros males.

Hemos de oponernos con cristalina contundencia a toda muestra de sectarismo, venga de donde venga. Somos mayoría los ciudadanos que creemos que no existe una sola verdad objetiva de las cosas y que la política no es un catálogo ideológico acabado, sino sólo el campo donde se contraponen ideas en constante maduración hacia el bien común. Tomemos pues conciencia de nuestra legitimidad y responsabilidad para ocupar el espacio que nos corresponde sobre el terreno de juego y salgamos del arrinconamiento al que nos empuja la arrogancia gritona y demagógica del partidismo ramplón.

Los ciudadanos tenemos el derecho -y el deber, defiendo yo- de ejercitar con libertad el pensamiento y la crítica sana, sin la presión dictatorial de ser tachados de romanos o cartagineses. Señalar los errores y alertar sobre los desmanes de los gobernantes, sean cuales sean, redunda en beneficio de todos y no sólo de la oposición política, que con frecuencia cae en los mismos males. Los gobernantes tienen que someter su discurso y su acción a este ejercicio de libertad ciudadana y a los demás nos toca atrevernos a exponer y defender nuestras ideas en todo momento y lugar, incluso cuando sepamos que la mayoría piensa de distinto modo. De lo contrario, el hombre dejará de avanzar en su lucha por liberarse del espíritu absolutista y autoritario que, con mayor o menor sutileza, le coarta también hoy.

¿Es tarde ya? Quizás nos encontramos en una situación en la que el conflicto ha sustituido a la convivencia, aunque sea verbalmente. Por ello, es urgente recuperar el espíritu de la transición, aquel espíritu de reconciliación y respeto al pluralismo, de reconocimiento de que, como decía una canción de la época de Víctor Manuel, 'aquí cabemos todos, o no cabe ni Dios'. Desde la sabiduría de su tiempo, la voz preclara de Unamuno sigue hablándonos: Mientras no comulguemos en un ideal lo bastante amplio para que en él quepamos todos los españoles, no habrá patria española.