EL CANDELABRO

SHANGAI

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Un viaje relámpago a Shanghai me ha hecho recordar con envidia a Marco Polo. Qué fascinante tuvo que ser para el viajero de aquella época descubrir un mundo completamente diferente al suyo. Hoy, sin embargo, te plantas en Shanghai y, entre las multinacionales, la globalización y esa maravillosa capacidad de imitación que tienen los orientales en muchas cosas, es como si no hubieras salido de Occidente. Rascacielos por doquier, emergiendo (igual que gorilas en la niebla) de la espesa contaminación amarillenta, las mismas tiendas de ropa que en París, Londres o Milán, las mismas discotecas que en Manhattan o en Los Ángeles (mucho diseño, fabulosas vistas a la ciudad y elementos epatantes, como, por ejemplo, un gigantesco acuarium con tiburones). Y luego está el gigantesco bazar en que se ha convertido el mundo. Porque el principal objetivo de la mayoría de los que viajan hoy día no es ver o descubrir un país, sino saquear sus mercadillos: comprar, comprar y comprar. No hacía una hora que había aterrizado en Shanghai y ya me vi metida en una trastienda junto a otros colegas regateando hasta la náusea el precio de unos relojes falsificados. Porque, eso sí, a Marco Polo le llevaría a China la ruta de la seda, pero hoy lo que nos lleva a nosotros a China es la ruta de la copia. Él también compraba mucho, pero materias primas originales, inexistentes en su país y de gran calidad. Nosotros, por el contrario (los chinos deben estar que alucinan), compramos frenéticamente lo que ya tenemos, pero en malo. Víctima yo también de esa fiebre contagiosa que es la compra compulsiva (debería contar ya con una especialidad médica, pues alcanza proporciones de epidemia), y no sabiendo si me encontraba en la China o en 'los chinos' de mi barrio, comprendí de pronto que la mayor amenaza para el turista en un país remoto no es el paludismo, sino el palurdismo. Y en un arranque de lucidez decidí abandonar el mercadillo y escurrirme por un callejón destartalado en busca del verdadero embrujo de Shanghai.