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Neutralidad e igualdad en la Red

¿Es internet un espacio de libertad? ¿Debe protegerse su estatus actual de facilidad de acceso por todos y a todos los datos o deben controlarse sus contenidos?

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El principio de neutralidad de la Red, según el cual cualquier usuario tiene el mismo derecho a acceder a todos los datos, cualquiera que sea su fuente y contenido, es el cabo de las tormentas muchas discusiones abiertas en el paso hacia la sociedad de la información. De cómo se formule este principio, de los límites y los medios que se establezcan para realizarlo dependen muchas otras cuestiones más concretas, y de fundamental importancia: el intercambio de contenidos protegidos por derechos de autor, la seguridad en el tráfico y el control del uso para fines ilícitos, la competencia entre tecnologías básicas, las tarifas y calidad de la transferencia de datos, la creación de autoridades públicas o semipúblicas de vigilancia, las modalidades de integración de la red con otros canales de comunicación de masas o de difusión cultural, etc.

En Estados Unidos, la Comisión Federal para las Comunicaciones ha hecho públicas a finales de diciembre las directrices que si llegan a ser finalmente aprobadas por el Congreso regularán esta materia. La propuesta reconoce el principio de la neutralidad, pero hace algunas concesiones estratégicas a la defensa de intereses comerciales y políticos a través de la red. Prohíbe, por ejemplo, la discriminación no razonable en el acceso, pero al mismo tiempo admite la creación de servicios prioritarios. Lo cual equivale a proclamar la existencia de un interés público prioritario, al tiempo que se reconoce que pueden darse niveles de acceso diferenciados. Nadie sabe a ciencia cierta qué consecuencias tendrá un intento de mediación de este tipo, porque la situación es extraordinariamente fluida, pero el temor es que llegue a formarse una red de primera división, ilimitada, junto a otras muchas otras redes filtradas, esponsorizadas, controladas, a las que acceden quienes no pueden o no les dejan usar la buena.

Hay dos grandes argumentos para abogar por la máxima neutralidad de la Red, uno basado en el mercado y otro en la irrestricta apertura de la esfera pública. El primero afirma que la neutralidad es condición para que cada cual pueda perseguir libremente sus propios intereses, de la forma que prefiera. El segundo insiste en el valor de una práctica ilimitada de comunicación pública. El problema está en que ninguno de estos dos argumentos tiene visos de cumplirse. Lo que vale en la teoría, como todo el mundo sabe, no siempre vale en la práctica. Frente a lo que supone el ideal del mercado, la neutralidad de la red se topa con la debilidad de las agencias reguladoras, que no tienen suficiente autonomía para hacer frente tanto a los cárteles multinacionales de la tecnología y los contenidos, como a la interferencia censoria de naciones con un pedigree democrático tan escaso como China, Irán, Rusia, Emiratos Árabes, etc. Con respecto a la formación de una sociedad civil virtual de carácter cosmopolita, el problema está en el hecho, perfectamente banal, de que los usuarios quizá tengan la oportunidad de acceder a un volumen ingente de información, pero se trata de información absolutamente desestructurada, que casi nadie está en condiciones de manejar con éxito. Sobra añadir que este es el caldo de cultivo óptimo para la profundización de la desigualdad. El uso de la información precisa recursos y capacidades que solo están al alcance de unos pocos sujetos y organizaciones.

Todo ello nos obliga a modificar la vieja imagen de las redes como una trama abierta formada por infinitos nódulos situados en un mismo plano horizontal y a una distancia relativamente homogénea. Las redes realmente existentes se parecen cada vez más a un antiguo arte de pesca denominado trasmallo, que se compone de tres capas distintas de tejido, dispuestas en sentido vertical y horizontal, y con nudos corredizos. El truco está en ofrecerle al pez chico la oportunidad de atravesar sin obstáculos la capa externa del aparejo, para que al topar con la malla interna, y presionar sobre ella, forme un embolsamiento que se refuerza al enredarse con la cortina posterior. Se forman así múltiples asimetrías y discontinuidades, tantas como peces entre en la red. No hay salida. Cuanto más presionan, más se enmallan.

No es improbable, por tanto, que en ausencia de mecanismos igualitarios, de discriminación inversa, la creciente brecha digital acabe desactivando todo efecto políticamente beneficioso que podría derivarse del libre acceso a la Red, por más que sobre el papel se proclame un razonable principio de neutralidad. Vale aquí la clásica analogía con la libertad de circulación que, en ausencia de una adecuada protección del derecho a la vivienda, acaba trasformándose en el infame derecho a dormir debajo de un puente. El problema está, por supuesto, en la dificultad para establecer instrumentos eficaces para la distribución de los recursos y oportunidades generadas por la Red. Y más cuando está aflorando una ingente demanda de filtrado del anárquico aluvión informativo presente en la Red. Un nuevo y suculento espacio para el desarrollo de intereses comerciales y políticos, con nuevas asimetrías y nuevas posiciones dominantes. Quienes más recursos tengan, podrán comprar la mejor (selección de la) información. Y entonces la Red, aunque siga proclamándose neutral, habrá dejado de ser la misma para todos.