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Túnez como esperanza

Este tipo de regímenes, basados en la dominación, propenden a una corrupción crónica

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Un lugar común profusamente repetido en la última década postula que en las sociedades de tradición musulmana no es posible la democracia. La razón vendría a ser una religión que por su propia naturaleza impide, se nos dice, la ilustración laica, al estilo de la que vivió la Europa de tradición cristiana en el siglo XVIII. Un razonamiento táctico derivado del lugar común anterior llevaba a considerar que en los países de mayoría musulmana la opción era dejar paso al islamismo radical o, a fin de evitarlo, endosar indefinidamente los abusos de regímenes poco transparentes, proclives al abuso policial y/o asentados en el poder militar, empleado o no contra la población, según la mayor o menor docilidad de ésta o la gravedad de la coyuntura.

Esta clase de regímenes, basados en la dominación del grueso de la población por una oligarquía dirigente que no responde de sus desmanes, propende a una corrupción crónica que es freno natural de cualquier desarrollo económico y genera fatalmente una perpetuación de la pobreza y las desigualdades. La gente no sólo no tiene libertad, sino que se muere de hambre a no ser que emigre, si es que encuentra a dónde, mientras unos pocos viven a todo trapo y, para redondear la faena, cultivan aficiones tan destructivas como la fuga de capitales. Con lo que benefician triplemente a sus mentores de los países que se dicen democráticos y desarrollados: les mantienen apacentado (por la fuerza) al rebaño local, les suministran mano de obra barata a discreción e invierten buena parte de la magra renta nacional del país expoliado en las economías de los más boyantes.

Sólo la conveniencia del montaje para los más poderosos de dentro y fuera justifica la pervivencia de semejante desafuero. Pero basta. O mejor dicho bastaba, hasta que un joven titulado en paro tunecino decidió inmolarse después de que la policía le destrozara el puesto de verduras con el que malvivía. Varios días y unos cuantos millones de mensajes por Twitter y Facebook después, el déspota ventajista que hasta ahora rebañaba las ganancias tenía que hacer las maletas y huir al extranjero.

En el movimiento que lo ha derrocado no se ha visto un 'hiyab' ni una barba. Es un movimiento laico, de jóvenes con formación y que acceden a las herramientas de conocimiento y comunicación de la sociedad global. Todo un toque de atención para los regímenes del norte de África. Algunos han evolucionado algo, en los últimos tiempos. Otros, siguen en el búnker. Pero incluso los aventajados van demasiado despacio. Sus gobernantes pueden elegir entre pilotar el cambio o, a las malas, verse cambiados. Y desde Europa, no hagamos por realizar nuestras pesadillas, ni por perpetuar las de otros. Ni barbudos ni corruptos. Otra sociedad musulmana, por fortuna, es posible.