opinión

El gasto bobo

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Los organismos oficiales están sin blanca, hasta el punto de que las empresas y los proveedores se echan a temblar si un ayuntamiento les pide un presupuesto, porque saben que, con un poco de suerte, cobrarán apenas unos días antes del Juicio Final, con lo cual van a disponer de muy poco tiempo para disfrutar de la ganancia.

Ante esta carestía de dinero público, se acuerda uno con nostalgia de aquella edad de oro en que los políticos ejercían de Reyes Magos: gente magnánima que repartía agendas, bolígrafos, mecheros, libros a todo color, calculadoras, metopas, maletines, pins, alfileres de corbata, 'pendrives', paraguas, mochilas, bolsos, discos, carteras… Todo con su logotipo correspondiente, porque los regalos institucionales son como los toros de lidia: siempre llevan el hierro de la ganadería.

Se acuerda uno de aquella edad dorada en que las instituciones públicas organizaban banquetes con cargo a la partida de gastos de representación o de algo por el estilo, supone uno que para que, llegada la hora de votar, nuestro estómago nos dijese: «Eh, tú, no te equivoques de papeleta. Acuérdate de lo bueno que estaba aquel solomillo al que nos convidó el viceconsejero de turismo con motivo del día de la patria autonómica».

Tiempos aquellos, ay, en que los representantes del pueblo se hicieron gourmets y enólogos gracias a las tarjetas de crédito cuyos cargos iban al arca común. Tiempos de gloria en que cualquier infraconcejal o subvicedelegado disponía de coche oficial, en que cualquier vicesubsecretario disfrutaba de varios asesores, en que cualquier vicesubpresidente de cualquier subcomisión viajaba en 'business', se hospedaba en hoteles de ringorrango y estudiaba la carta de vinos de los restaurantes con el aplomo de un magnate de toda la vida, porque la entrega a la función pública lleva implícito el refinamiento instantáneo del espíritu, de modo y manera que un rústico asciende a concejal y, a las dos semanas, ya sabe distinguir entre un ribera de duero y un borgoña, y gratis.

La catalogación de «político corrupto» es más sencilla de lo que parece: todo aquel que hace una simple llamada privada desde un teléfono pagado con dinero público. Y de ahí para arriba. Tan simple como eso. Los que se han gastado el dinero en regalar bolígrafos, mecheros, etcétera, no serían estrictamente corruptos, sino más bien bobos, porque muy bobo hay que ser para confundir el ejercicio de la función pública con el síndrome de Papa Noel.

Si juntásemos todo el dinero que los políticos se han gastado en banquetes indigestos, en viajes inútiles, en editar libros absurdos, en regalos suntuarios, en subvenciones injustas, en conciertos gratuitos, en premios irrelevantes, en chatarra artística, en dietas abultadas y en más vale no saber qué más, ¿qué suma daría? El chocolate del loro tal vez, pero el problema de ahora es que no solo es el loro el que se ha quedado sin chocolate.