Joaquín López Morales, en el patio de su casa de Jimena donde vive con Rosario, su mujer desde hace 55 años. :: ÓSCAR CHAMORRO
Sierra

Los niños de Rivesaltes

Diputación rinde homenaje a Joaquín López, superviviente gaditano de los campos de concentración franceses

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Rosario coloca sobre la mesa el álbum de fotos. En una de ellas, desenfocada y borrosa, está Joaquín. Siete años. Viste pantalones cortos y camisa blanca. Su padre le echa un brazo por el hombro y sonríe. Francia, 1938. Junto a esa imagen hay otra. Una mujer joven, entre cariñosa y divertida, coge de la mano a una niña. Después, hay una serie: La misma cría posa ante un banco de madera, se muerde un dedo, juega con una retama seca, en mitad de un parque. Se llama Libertad. Todavía no lo sabe, pero pronto será huérfana. Ésta, de algún modo, también es su historia.

Rosario abre el ventanuco de la puerta, para que entre una raya de luz, y saca de una carpeta otro pedazo de la memoria de su marido. «Esto lo dejó Juan, su hermano». Cien folios, escritos con la letra torcida y voluntariosa que gastan los mayores. El texto dice: «Por la carretera de Cártama me he topado, por casualidad, con mi familia. Vienen de Torremolinos, entre esa marea humana que camina hacia Almería. Es el 10 de febrero de 1937. Andamos en medio de una confusión terrible. Hay gente de todas las edades. Marchamos entre el mar y la sierra. Los barcos de guerra enemigos y la aviación española e italiana no dejan de escupir metralla, día y noche».

Juan López habla de la 'espantá'. 40.000 almas que abandonaron Málaga ante su inminente toma por los nacionales. Un caos de civiles y milicianos que huyeron sin orden, azuzados por las noticias de la represión en Badajoz. La carretera, en algunos tramos, transcurre por las laderas escarpardas de las montañas, de cara al Mediterráneo. Es el blanco perfecto para los artilleros del 'Canarias', el 'Baleares' y el 'Almirante Cervera'. Sólo había que apuntar y hacerle agujeros a esa riada imprecisa, abstracta, sin pasado ni nombre. Tan lejos no se escuchan los gritos. No salpica la sangre. Rápido. Limpio. Como en un videojuego.

De Jimena a Cataluña

En medio de esa muchedumbre hambrienta y aterrada viajan Joaquín y seis de sus hermanos (cinco chicas y un chico inválido). Habían salido de Jimena días antes, convencidos de que a su padre, capataz en la Amstrong Company, le pasarían factura por su militancia. Otros dos (los mayores) se quedaron para defender el pueblo hasta el final, pero optaron por seguir la marea de refugiados cuando la lucha se volvió inútil. Juan escribe: «Mujeres muertas con sus hijos llorando, todavía agarrados a sus vestidos; madres que abandonan a los niños, ya cadáveres, en las cunetas; heridos y enfermos que no pueden seguir la marcha; gente que busca a voces a sus familiares».

Joaquín ha contado su odisea muchas veces. Pero en la penumbra del salón de su casa de Jimena, 74 años después, la narración se le resiste. Es capaz, a grandes rasgos, de reconstruir la peripecia, pero no alcanza a ordenar los detalles. «Andamos, y andamos, y andamos, y había muertos por todas partes y camiones destrozados». 240 kilómetros. Un alud despavorido. Lo relata el médico canadiense Norman Bethune, en 'The crime on the road'. Cuatro días y cuatro noches caminando sin descanso, entre cadáveres, pueblos vacíos y ancianos desahuciados. «Andamos, y andamos y andamos», repite Joaquín como un mantra. «Perdimos a mi hermano Juan, a Ana y Pepa, pero los encontramos de nuevo en Almería».

Juan, el autor del manuscrito, vuelve al frente. Los demás suben a un tren de mercancías, camino de Cataluña. A través de los Pirineos abandonan España. Otra estampa apocalíptica, hecha de gente y de miedo. «Andamos, andamos y andamos».

La República 'hermana' los recibió como una carga. En el centro de Rivesaltes, vigilados por gendarmes franceses, senegaleses y marroquíes, ingresaron en el mismo barracón que Libertad, la cría, todavía un bebé, que juega con un arbusto en las fotos amarillas de Rosario. Rivesaltes llegó a acoger a 20.000 huidos, aunque sus barracones no daban para más de 5.000 personas. La comida era escasa, pero era. Sopa clara y pastel de boniato. Después, los nazis ocuparon Francia y el campo de internamiento pasó a ser un campo de concentración, bajo mando de Vichy.

El regreso

Es mayo de 1940 y Joaquín ya tiene nueve años. Su memoria se torna nítida cuando habla de Aurora, la madre de Libertad. «A su marido lo fusilaron en Asturias. Estaba embarazada y cruzó hasta Rivesaltes. Tras la llegada de los alemanes, las condiciones fueron peores. No había comida, ni medicinas. Aurora cogió el tifus y murió. La niña se quedó sola».

En el verano de 2006, alguien llamó al Ayuntamiento. Quería localizar a la familia López Morales, la misma que se había hecho cargo de su abuela en 1940, tras el fallecimiento de Aurora, a causa de la malnutrición y la enfermedad; la misma que luego no había podido llevársela, de vuelta a Cádiz, en 1944, porque un gendarme les dijo que «los exiliados españoles no tenían dinero para eso». La misma que le había salvado la vida.

En el álbum de Rosario hay una foto suelta. Libertad, una anciana bromista y afable, presume de mantón ante la cámara. Joaquín, todavía sin muletas, sonríe en segundo plano. Primavera de 2007. Jimena de la Frontera. Los niños de Rivelsaltes habían superado dos guerras, el hambre, la represión y la miseria para abrazarse de nuevo, 53 años después. En la imagen son felices, como sólo pueden serlo los supervivientes. Aunque la última batalla la están librando, ahora mismo, contra el olvido.