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Un mundo de silencios

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Como los bomberos de Bradbury, dispuestos a combatir los libros con el fuego. Igualito aparecen, tal que en las películas que hemos visto de la ley seca, llamando a la puerta del tendero: «¿Tiene usted seguro?» Y cuando el tendero les contesta qué falta le hace, entonces la sonrisa de tiburón, y la música de Nino Rota. Luego, el fuego. Little Italy, Nueva York. Lo contó Francis Ford Coppola.

O quizás lo contaron los Monty Python: «¿Fulanito de tal?». «Soy yo». «¿Donó usted su hígado hace cinco años?» «Sí». «Venimos a llevárnoslo». «Pero oiga.». Y entonces el desbarre. Vale que se quiera proteger los derechos de autor, pero al sacar las cosas de contexto el coste que va a tener todo esto será un mundo de silencio. ¿Habrá que pagar ahora un impuesto especial al comprar una radio? ¿Una tele? ¿Firmaremos una cláusula adicional que diga que sólo podremos escuchar nuestros discos con un casco puesto? ¿Nos detendrán por la calle, como la Gestapo, para que nos quitemos el i-pod y enseñemos la factura de compra de lo que estamos escuchando?

La caza y captura del impuesto revolucionario moderno llega a extremos de puro absurdo. Si usted está escuchando la radio en su negocio, que es en el fondo la extensión de su propia casa, ¿tiene que pagarles a ellos? ¿No lo hace ya la emisora de radio? ¿O es que se cobra dos veces por escuchar una canción? ¿Es que pretenden que los taxistas («Vamos por ellos», dicen que han dicho) ya no escuchen la COPE y nos den la paliza con el fútbol?

¿Y si resulta que los discos que escuchamos los compramos, un poner, en Gibraltar? ¿O los compramos on-line, que cada vez se estila más? ¿Si son de compositores extranjeros? ¿También pondrán la mano? Porque la E de la sigla significa España, ¿no? ¿Y si de pronto nadie compra ya discos, ni pone la radio, ni ve la tele, ni presta un DVD, ni canta en la ducha?

Hace ciento y pico años un músico valía lo que valía su arte: un instante en el tiempo. Todo pasa y todo queda, y quizá en el futuro vuelva a suceder lo mismo. Lo cantaron, y esta gente no lo sabe, Víctor y Diego: «Cantar es un grito que al nacer ya es de cualquiera». Ellos prefieren la pasta y el silencio.