Opinion

El imperio de los partidos

No hay que olvidar que estamos viviendo años de grave ausencia de algo absolutamente necesario en toda democracia consolidada: cultura cívica

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Es bastante probable que, a los ojos de cualquier observador objetivo, uno de los aspectos que puede originar cierta extrañeza es la muy escasa valoración que en nuestra todavía joven democracia española poseen los partidos políticos. Esta afirmación se suele poner de manifiesto una y otra vez tanto en las habituales encuestas como en los comentarios entre los ciudadanos. Algo que debe merecer algún momento de reflexión. Y tengo para mí que estamos ante una de las principales causas de un camino que, sin mucho recato y, sobre todo, sin ningún empeño en el pesimismo, hablan ya del penoso tránsito que iría de la inicial ilusión al actual desencanto. Y por la importancia del tema, hay que distinguir entre dos aspectos. Por un lado, la misma regulación constitucional y, por otro, la práctica que le ha seguido. A ello vamos.

Cuando se está parteando nuestra actual Constitución de 1978, los padres constituyentes tanto de la derecha como de la izquierda, optan con elevada contundencia por el establecimiento de una democracia representativa en la que los partidos iban a asumir con reforzado protagonismo la labor de representación y participación de los ciudadanos, aunque en el art. 23 del mismo texto fundamental aparezcan sin ningún tipo de preferencia tanto la participación directa cuanto la realizable por medio de representantes. La auténtica hegemonía de los partidos quedaba claramente expuesta en el art. 6: eran expresión del pluralismo político, manifestación y formación de la voluntad popular e instrumento fundamental para la participación política. El reconocimiento constitucional, por cierto por primera vez en nuestro extenso constitucionalismo, recordaba que su estructura interna y su funcionamiento deberían ser democráticos. En esta redacción no se quiso devaluar el primado con nada. A nivel comparado, no encontramos un privilegio tan rotundamente expresado.

Lógicamente, esta primacía supuso (y así lo puso de manifiesto la insistente intervención de Fraga Iribarne) la no menos auténtica cicatería a las escasas veces en que apareció la participación directa de los ciudadanos en temas aislados en los que aquí no podemos adentrarnos: iniciativa legislativa, petición a las Cortes, referéndum para asuntos de gran interés e, incluso y de forma incomprensible, en la simple formulación de instar para una reforma de la Constitución (como paradoja: lo que sí se hizo para aprobar la Constitución). Los partidos, únicos protagonistas. A estas alturas lo único que podemos es sorprendernos que las consultas directas no hayan aparecido en asuntos tan sobresalientes como el establecimiento del euro (desde Bodino lo de «acuñar moneda» es uno de los atributos esenciales del Estado) o la regulación del aborto. Y a ello hay que añadir las muy serias dudas sobre lo del funcionamiento democrático, así como las nuevas limitaciones venidas de la Ley Electoral con el requisito de listas cerradas y bloqueadas. Tras todo esto, la libre voluntad de los ciudadanos desaparece y el interés en la participación disminuye notable y comprensiblemente.

Pero la práctica, es decir lo que no está en la Constitución, ha venido a engrosar lo del desencanto. La Constitución, en los temas en que es el Parlamento, como lugar de residencia de la soberanía de la Nación (y únicamente de la Nación española como conjunto y no en las parcelaciones de la misma que ahora están fletando los nuevos Estatutos de las Autonomías), que ha de elegir ciertos cargos (Tribunal Constitucional nada menos, Consejo General del Poder Judicial, entidad directiva de Televisión, etc.), lo que se hace es establecer el perverso sistema de «cuotas». Es decir, las propuestas de los partidos según sus números de diputados. Sin más. Sin tener en cuenta otros requisitos que vinieran a poner de manifiesto los criterios de capacidad, independencia, prestigio, etc. Como ejemplo de lo contrario, piénsese en el largo examen que el Senado realiza en Estados Unidos para dar el plácet a los meros embajadores en el extranjero. Aquí, nada de eso. Si se tiene en cuenta que esta dependencia de la voluntad del partido se extiende con abundancia y sin rubor, si los diputados (que representan «a la Nación») votan y actúan en el hemiciclo según indique el jefe del Grupo Parlamentario y si la concesión de libertad de voto en especiales temas no tiene nada de frecuente, se llega a una afirmación que en un sistema de libertades debe ser auténticamente preocupante: el llamado Estado de Partidos ha ocasionado un durísimo golpe al muy principal principio de la separación de poderes.

Por todo esto, al imperio de unos ha acompañado el desencanto de otros. Sobre todo porque hay que reconocer que el curso de vida de nuestros actuales partidos no está siendo ciertamente ejemplar. El ciudadano lo que está presenciando son los perfiles más toscos: luchas internas, marginación de los discrepantes, codazos para el ascenso, justificaciones que nada bueno auguran («son todos iguales», «los otros harán lo mismo». Y la conclusión más triste: «claro que si yo estuviera ahí, también lo haría». No hay que olvidar que estamos viviendo años de grave ausencia de algo absolutamente necesario en toda democracia consolidada: cultura cívica.

¿Soluciones? Ante todo, toma de conciencia del problema y divulgación de esta situación de partitocracia ante la que no cabe el silencio por el peligro que supone. Tendremos mejores políticos cuando también lleguemos a poseer una mejor sociedad. Y después, claro está, profundas reformas en nuestra Constitución.