Rutina al límite. Imágenes de tres intervenciones de los artificieros en Bilbao, Barcelona y Vitoria. :: TELEPRESS, REUTERS Y JOSU ONANDIA
Sociedad

Jugarse la vida

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La diferencia entre los terroristas de Irak y los del País Vasco está clara. A los iraquíes no les importa morir y aquí no actúan sin asegurarse de que van a salir vivos», sentencia Fernando. Fernando es un artificiero de la Ertzaintza con más de diez años de experiencia y acaba de ver en el cine 'En tierra hostil', la película con nueve nominaciones a los Oscar que detalla las experiencias de los desactivadores del Ejército de Estados Unidos en Bagdad. El éxito de Kathryn Bigelow es la única obra que rivaliza con 'Avatar'.

En el filme se respira la atmósfera de miedo y locura que rodea a quienes se juegan la vida cabalgando sobre explosivos a punto de estallar, 'armados' con unos alicates multiusos. Una atmósfera que, a otra escala, conocen perfectamente los expertos de la Ertzaintza, la Guardia Civil y el Cuerpo Nacional de Policía que se dedican a neutralizar las bombas y trampas que ETA coloca desde hace décadas. El protagonista de la película ha desactivado 873 artefactos en Afganistán e Irak, algo extraordinario.

A Fernando, la temeridad de los terroristas que aparecen en la película le recuerda algo. «¿Sabes cuándo me preocupé? Hace tres años, en agosto, cuando ETA quiso volar el cuartel de la Guardia Civil en Durango. En las imágenes de las cámaras de seguridad vimos cómo el terrorista aparcaba el coche bomba y luego volvía para asegurarse de que el temporizador estaba conectado. Regresó delante de las narices de los guardias civiles, sin saber si le iban a disparar o no. Nos dimos cuenta de que ese etarra era muy peligroso porque no tenía miedo».

'En tierra hostil', inspirada en las experiencias del periodista Mark Boal, que escribió desde Irak las crónicas de una unidad de artificieros del Ejército americano, analiza más el vértigo del desactivador que el carácter del terrorista. En la realidad, la figura del insurgente está difuminada entre iraquíes que graban en vídeo los atentados para colgarlos en YouTube o vecinos de Bagdad que miran con indignación, pero en silencio, a los ocupantes norteamericanos.

En Euskadi, los artificieros acaban descifrando la personalidad del terrorista por el tipo de bombas que coloca. En el caso de Durango, el atentado fue cometido por Jurdan Martitegi, que en varios ocasiones intentó matar a los artificieros. En un ataque a los juzgados de Getxo, en noviembre de 2007, escondió la bomba en una papelera, frente a otro artefacto explosivo que servía como cebo. La segunda explosión, cargada de metralla, debería haber destrozado a los agentes, pero un error en el dispositivo evitó la masacre. En febrero de 2008 colocó otra bomba trampa en un repetidor del monte Arnotegi, de Bilbao. Tras el aviso de ETA, el explosivo no estalló; pero si alguien hubiera tocado una caja colocada en una ventana, todo habría saltado por los aires gracias a un dispositivo que detectaba el movimiento. Los ertzainas se salvaron porque utilizaron un robot para mover el paquete.

«Eran meses duros. Sabíamos que, aunque una llamada de aviso tuviese toda la pinta de ser una falsa alarma, el porcentaje de posibilidades de que se tratase de una trampa era muy elevado. Sabíamos que los miembros del 'comando Vizcaya' estaban obsesionados por cazarnos, hasta el punto de convertirlo en algo personal. Además, todos los atentados que cometieron hasta que se desarticuló el grupo los hicieron con explosivos. Preferían las bombas, algo mucho más seguro para ellos que un enfrentamiento abierto», recuerda.

Una de las frases que se repiten en la película sobre Irak es «tú decides». Si los soldados dudan sobre abrir fuego contra el sospechoso que quizás maneje el mando a distancia de la bomba, la única orientación que reciben es esa: «Tú decides». Cuando los artificieros deben escoger el método para enfrentarse a una bomba en medio de una avenida repleta de civiles, la respuesta es la misma: «Tú decides». La responsabilidad no se transfiere. Y eso crea complejidades psicológicas. Fernando intenta explicarlas: «A veces, cuando estas desactivando una bomba, te gustaría que alguien te iluminase, que te dijese qué debes hacer. Pero estás solo. Así que, cuando terminas y tienes que revisar todo tu trabajo, empiezas a ver fallos. Muchas veces tu autoestima se viene abajo, te pasas hasta tres días dándole vueltas a los errores que has cometido. Sabes que la suerte te ha salvado. Pero no puedes pedir a nadie que haga las cosas por ti». Como ejemplo de esa situación, Fernando cita la evacuación de unos vecinos del barrio bilbaíno de La Peña, en abril de 2008. En aquella ocasión, el propio Martitegi había colocado una bomba en la misma puerta de la sede del PSE-EE. Para asegurarse de que nadie la moviera y la desactivase, la ancló con una cadena a la verja de entrada al local. «Cuando llegamos, vimos a gente pasar junto a la bomba. Era la única ruta de evacuación para algunos vecinos. Esos momentos, cuando ves a mujeres y niños en pijama correr junto a unos explosivos a punto de estallar, son terribles», lamenta Fernando.

Morir cómodo

En la película, el sargento William James -interpretado por el actor Jeremy Renner- se comporta como nunca lo haría un desactivador en Europa. «Supongo que, cuando tienes que desactivar una bomba cada día, algo se te rompe en la cabeza», interpreta Fernando. El artificiero americano prescinde del robot cuando debe enfrentarse a las bombas y, en vez de utilizar la garantía de operar a distancia que permite la tecnología, se sitúa directamente encima de los artefactos para intentar desactivarlos. En algunos momentos, incluso se desprende del traje especial de artificiero -una armadura de cincuenta kilos de peso con un equipo de aire acondicionado para poder respirar- con una justificación kamikaze: «Si muero, que sea con comodidad».

En Euskadi, pero también en Irlanda o Israel, el robot es la clave del trabajo de los artificieros. Si el artefacto explota, el robot resulta destruido. Sin la máquina, el destruido es el desactivador. «Nuestro trabajo se basa en la tranquilidad, en actuar sin perder los nervios. En la película, la terapia que emplean los artificieros para sobrellevar la tensión es el alcohol nocturno, el tabaco compulsivo y una violenta agresividad machista empleada como muro de contención.

Fernando pone como ejemplo de esa tensión vital una situación que su grupo vivió hace años, cuando regresaba de un incidente en el que un coche bomba había estallado en San Sebastián. En el viaje de vuelta, con la desazón por no haber podido hacer nada, se detuvieron a echar gasolina. «Ahora vamos de paisano, pero en aquellos tiempos llevábamos un buzo gris sin distintivos. Nos bajamos de la furgoneta y estiramos las piernas, pensando en la bomba, dándole vueltas a nuestra impotencia. Entonces un hombre le pidió a un compañero que le llenase el depósito. ¡Le había confundido con un gasolinero! El artificiero le ignoró, pero el hombre insistió en que le echase gasolina. Al final, el desactivador perdió los nervios y se encararon. Tuvimos que marcharnos para que las cosas no llegaran a más. No nos íbamos a parar a explicarle a aquel hombre qué pasaba». Según Fernando, es muy difícil entender las emociones que se sienten mientras te juegas la vida ante un mecanismo diseñado para matar, en un trabajo que siempre es hostil.