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Mientras los tunecinos votan

Escribir una nota sobre una elección legislativa en Túnez y dedicarla casi en su totalidad a Ben Alí a los islamistas parece excesivo, pero es hija de los datos

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El siete de noviembre de 1987, un primer ministro, ministro del Interior y militar de carrera, Zine el-Abidine Ben Alí, se presentó en la sede de la TV tunecina y leyó un corto comunicado del médico del presidente, Habib Burguiba, en el que confirmaba que el anciano líder y padre de la independencia nacional (tenía 85 años y una avanzada senilidad ciertamente le consumía) no podía seguir asumiendo sus funciones por obvias razones de salud.

Así pertrechado, el primer ministro dijo que en estricta aplicación de la Constitución, que preveía el relevo en caso de manifiesta incapacidad física o mental, Habib Burguiba cesaba en su cargo. La prensa bautizó de inmediato la maniobra como el golpe del certificado, otorgado sin demora por el galeno en su domicilio particular de madrugada y convencido por un grupo de militares que ejecutaron, sencillamente, un golpe de estado blando.

El procedimiento fue deplorable, pero la decisión, juiciosa y muy bien recibida por el público, que veía al país sumido en un completo punto muerto político e institucional y al presidente vitalicio dirigiendo erráticamente la gestión en sus poco ratos de lucidez que el telediario recogía como podía para dar al público, a modo de apertura, la buena nueva de vez en cuando. Ben Alí, que era ya el hombre fuerte del régimen y había creado su poderoso aparato de seguridad, fue naturalmente el designado para hacerse cargo interinamente.

El "éxito" tunecino

La última deriva de Burguiba era particularmente peligrosa: se le decía empeñado, contra el buen sentido, en colgar a Rachid Gannuchi, líder del “Movimiento de la Tendencia Islámica”, condenado a muerte en un juicio inicuo contra cuyas consecuencias el gobierno tunecino había sido prevenido por amigos y adversarios. Ben Alí instrumentalizó la situación en su favor y no encontró mejor manera de enmendarla e impedir el drama que prescindir del, por lo demás, gran icono de la gesta patriótica de la independencia.

Ben Alí, jefe de Estado interino, fue elegido dos años después y en otras cuatro sucesivas ocasiones para lo que, entre otras proezas, consiguió que el obsequioso parlamento dominado abrumadoramente por el partido burguibista reformado, el “Neo Destur” (“destur” es Constitución), reformase la ley y permitiese su continuidad sin fecha de caducidad. De hecho, cuando debió huir en enero de este año acosado por una imparable revuelta popular, tenía 75 años, parecía en buena forma y, por supuesto, dispuesto a seguir en el cargo.

Su partido, que había cambiado de nombre en 1988 para marcar la ruptura con el pasado, era una perfecta maquinaria de naturaleza elitista y clientelar siempre a punto para atender sus necesidades y, para decirlo todo, las de su segunda e insaciable esposa, Leila Trabulsi, cuyos familiares se enriquecieron en el mundo de los negocios. El régimen, estrictamente laico por decisión expresa de su fundador, Burguiba, había tenido considerable éxito en la gestión de la economía, parcialmente desnacionalizada. La agricultura intensiva y el turismo dieron buenos réditos y el Estado pudo subvenir a sus necesidades y crear, como quiso el fundador, una estable clase media.

Caldo de cultivo para el islamismo

En este contexto, con la seguridad pública garantizada por un Estado literalmente policial, una clase política exigua cuyas élites, muy francófilas, parecían coexistir con el régimen sin muchos problemas, fue un tópico casi universalmente aceptado que Túnez era un país de éxito, cortejado por oriente y occidente y percibido, en términos de realpolitik como una especie de baluarte imbatible contra el islamismo en el norte de África.

Pero no era así y la represión constante, la asfixia social y popular, habían fomentado un modo paralelo y semi-clandestino de hacer política de oposición y el islamismo popular reunido en torno al “Movimiento de la Tendencia Islámica”, que cambió su nombre por el de “Al Nahda” (el renacer), pudo hacer una exhibición de su poder en cuantos huecos le ofrecía la situación: vida sindical o asociativo-profesional y, sobre todo, en una elección municipal que, más o menos libre, descubrió su fortaleza.

La política de represión no había funcionado ni siquiera acompañada de un progreso material reconocido. Ghannuchi, que debió exiliarse para ponerse a salvo, primero en Viena y después en Londres, pudo recoger los frutos de su acción y en cuanto la revuelta se consolidó y él pudo volver quedó claro que podría mostrar su fuerza electoral y, por fin, explicar el proyecto islamista para el país. Esa función se la dejó Ghannuchi, quien ya ha dicho que es una especie de Guía y que no será candidato presidencial en su día, al secretario general del partido, Hamadi Jebali.

Un mensaje balsámico

De creer sus mítines y sus entrevistas “Al-Nahda” ni siquiera es propiamente hablando un partido islamista, pues acepta de antemano una Constitución de consenso democrática y donde la pluralidad social y confesional debe encontrar su acomodo. Su modelo parece ser el del exitoso “Partido de la Justicia y el Desarrollo” de Turquía, que en junio pasado ganó por tercera y sucesiva vez las legislativas. Y, sin mencionarlos por sus nombres menciona a los corrientemente llamados “salafistas” como los islamistas anti-democráticos.

La corriente salafí (literalmente tradicionalista) tunecina es más radical y rigorista que su homónima egipcia hasta el punto de que las nuevas autoridades, sin que eso haya provocado una gran controversia, no han legalizado su partido, “Al-Tahrir” (“liberación”) y esta situación favorece objetivamente al islamismo integrado e institucional. No porque vaya a robarle algún voto que otro, sino porque le da la diferencia cualitativa y política que Ghannuchi ha buscado con poco éxito durante años.

Escribir una nota sobre una elección legislativa en Túnez y dedicarla casi en su totalidad a Ben Alí a los islamistas parece excesivo, pero es hija de los datos. La oposición liberal-democrática al depuesto presidente fue poco más que simbólica, semitolerada algunas temporadas y falta de genuino vigor, dejado poco hábilmente un gran espacio a los islamistas. Con todo, el “Partido Democrático Progresista”, con una buena candidata en la capital, Maya Jribi, tendrá un resultado aceptable y representación en la asamblea constituyente, pero menos éxito le espera a Mustafá al-Jafaar, líder de “Ettakatol” (en árabe “unificación” o “coaligamiento”). Los demás serán aún más anecdóticos.