la última

Trabajar, trabajar

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El verano de 1977 fue casi eterno, o a mi memoria se lo parece. Mi hermana y yo pasábamos las mañanas y las tardes alrededor de un radiocasete –habría venido de Ceuta, o de Canarias, como venía todo en aquella época– y de las pocas cintas de casete que rodaban por la casa, una de Boney M, con Soul Drácula incluida, y otra de la comparsa Nuestra Andalucía –de Izquierdo Producciones, verde entera- que llegamos a aprendernos de memoria durante aquellos días de no hacer nada. Dicen que lo que se fija en la memoria antes de los ocho años queda marcado para siempre, y así debe ser porque todavía –y han pasado carnavales- soy capaz de cantar el popurrí completo sin dudar en una sola palabra. Basta con tararear lo de «Andalucía, crisol de España» –que nunca, ni antes ni ahora, terminé de entender- para que me salga de un tirón aquel recorrido de manual geográfico que empieza por Málaga y termina por Cádiz antes de llegar al apoteosis del final en el que, obviamente se me ponen los pelos como escarpias, se me hace un nudo en la garganta –y a usted también, no se avergüence- y a veces hasta se me saltan las lágrimas. «Tiene Cádiz salada claridad, montones de problemas y sin solucionar…» gritábamos aquel verano de 1977 mi hermana y yo en la azotea –y hacíamos el tantantararatantan muy bajito- sin saber posiblemente qué significaba aquello de «no se puede engañar al pueblo sin piedad» y lo que es peor, sin saber que treinta y seis años después sonarían con más fuerza que nunca aquellas letras en el Falla.

Treinta y seis años son media vida. Media vida en la que nos ha dado tiempo de acelerar y de frenar muchas veces. De subir y de bajar. Y de disfrazarnos muchos carnavales fingiendo que éramos lo que nunca hemos sido. Porque creíamos que avanzábamos, pero no era cierto. Esto del viaje en el tiempo con el que tantas veces hemos bromeado, empieza a ser demasiado real.

Por eso el otro día, cuando Kike Remolinos acababa su popurrí en el pase de preliminares, comprendí de golpe y porrazo, con toda la crueldad posible, la letra de Pedro Romero. De pronto se me vino a la cabeza aquello del polo de desarrollo de Córdoba, el tipismo que perdió Málaga, el drama de los marineros onubenses, las leyendas granadinas, la sed de Almería, la agonía del eje de la Cartuja sevillana y el rosario de promesas incumplidas de nuestra ciudad que cantábamos con ocho años sin saber lo que decíamos. Y se me volvieron a poner los pelos como escarpias, pero esta vez, el nudo en la garganta casi se convierte en una soga al cuello. Terrible. Que no hayan tenido que cambiar ni una sola coma, «trabajar, trabajar, queremos trabajar» es quizá la imagen más terrible de la situación actual.

Sólo por eso, merece la pena este larguísimo concurso, porque de vez en cuando nos pone delante de nuestro espejo y nos devuelve a un verano eterno de azoteas. Nosotros, los de entonces, seguimos siendo desgraciadamente, los mismos.

Que unas letras de carnaval sigan teniendo vigencia casi cuarenta años después no las convierte en un clásico, sino en un drama.