Retrato de John Downie que se conserva en Cádiz. :: L . V.
CÁDIZ

El escocés errante

John Downie fue un tipo extravagante, que provocó la admiración y la burla en el Cádiz de 1812Pese a que vino a España a combatir bajo las órdenes de Wellington, murió sintiéndose «el español más fiel»

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Escocia ha dado grandes héroes a la humanidad. Rob Roy y William Wallace, por citar sólo dos cuyas vidas se han llevado al cine. Hombres valientes, que se lanzaban contra el enemigo sin pensárselo dos veces. Sólo hay que desempolvar algunos títulos de la videoteca para hacerse una idea, sin olvidar, eso sí, que el rigor no es una de las cualidades que adornan Hollywood.

Pero hay otros héroes anónimos a los que el cine, la literatura y hasta la historia ha dejado enterrados en el olvido. Uno de ellos es John Downie. ¿Qué pasó desde que este personaje vino al mundo en Stirling, una pequeña localidad de la Escocia central, hasta el momento en que cruzó el puente de Triana blandiendo la espada (auténtica) de Pizarro y dispuesto a merendarse a los franceses que le esperaban al otro lado?

Sucedieron muchas cosas y habrá que contarlas por partes. Downie (1777) era hijo de una familia de cierto rango abolengo. Un antepasado de su madre, Duncan Forrester, fue mayordomo de palacio del Rey Jacobo IV de Escocia. John se había marchado de joven a las Indias para hacer fortuna. Y tuvo suerte. Amasó una considerable fortuna y volvió a Londres para casarse. Pero no debía ser un buen administrador y pronto se quedó en la ruina, por lo que el Ejército se presentaba como una salida honrosa. Se incorporó al regimiento de John Moore como comisario general. Fue su primera toma de contacto con la guerra de España. Poco después pasó a estar a las órdenes del Duque de Wellington. Downie no se amedrenta y su valor empezó a correr de boca en boca. De campaña por Badajoz, decide crear la Leal Legión Extremeña, un proyecto que la Regencia de España acoge de buen agrado y que aprueba el 22 de junio de 1810, según recuerda José María García León en un capítulo de su libro 'En torno a las Cortes de Cádiz' que dedica al escocés.

Para ello contó con la mediación del marqués de la Romana y el apoyo financiero de Londres y de su hermano Charles. Al duque de Wellington la idea no le gustaba, porque consideraba que Downie era «demasiado español», como recuerda el hispanista Charles J. Esdaile en su libro que revisa la Guerra de la Independencia. Y no se equivocaría. La legión estaba compuesta por 3.000 hombres pertenecientes a las diferentes armas. Él, además, conseguía el grado de coronel.

Fue en la batalla de Castilleja de la Cuesta en la que Downie demostró un gran valor, atacando a las tropas francesas que estaban alojadas en los olivares que rodeaban al pueblo. Lo narra José María Queipo de Llano, conde de Toreno. En agradecimiento por sus servicios, la marquesa de la Conquista, una descendiente de Francisco de Pizarro, le regaló la espada del explorador. Es probable que este gesto fuera lo que terminara de 'desarmar' a Downie y lo que le convirtiera en un español más, como él reconocía años más tarde en una carta dirigida a los gaditanos. Él, que había vivido en América, era consciente del peso histórico que arrastraba aquel trozo de hierro llegado del Perú.

En la batalla de Arroyomolinos, Downie volvió a demostrar que la falta de armamento podía suplirse con valor e ingenio. Fue el 28 de octubre de 1811 y el escocés logra hacer 200 prisioneros franceses.

Lo extravagante de Downie no residía en su coraje, sino en su pinta. El escocés y los suyos iban vestidos a la antigua usanza española, es decir, con calzas, jubón y ropa de color blanco y rojo, con bonete y capa corta. Si a esto se le añade un enorme bigote, un cuerpo robusto y el parche que llevaba tras ser herido y capturado por los franceses, se comprende la guasa con la que los gaditanos lo recibieron después de lo de Arroyomolinos.

Hubo incluso debates en la prensa local sobre la conveniencia de volver a vestir con ropas eminentemente nacionales (y no a la inglesa, como era la moda entonces) para renovar el entusiasmo por la causa, por aquello de revivir los gloriosos hechos de la etapa de Carlos I o Felipe II.

Caso omiso

Downie nunca hizo caso de las burlas y siguió a lo suyo, en ese empeño personal de librar a España, que ya era su país, de las garras de Napoleón. Su actuación en la batalla de Espartinas, el 5 de abril de 1812, le valió su ascenso a brigadier. Y cuando regresó a Cádiz, decidió volver al campo de batalla acompañando al mariscal de campo Juan de la Cruz Mourgeon. Es entonces cuando logra la liberación de Sanlúcar.

Metidos ya en faena, la siguiente acción se desarrolla en Sevilla. Frente al puente de Isabel II, o más conocido como el puente de Triana, John Downie se lanza en su caballo contra los franceses. Lleva la espada de Pizarro. Una bala de metralla le abate, pero antes de que las tropas napoleónicas consiguieran apresarle tiene tiempo de lanzar el arma a los suyos.

Ya prisionero, los franceses le llevan atado a un cañón hasta la villa de Marchena, hasta que el mariscal Soult se entera del trato inhumano que había recibido. Al final, lo canjean por 150 soldados galos. Downie, agradecido por la preocupación que muestran muchos gaditanos hacia él, escribe una carta en 'El Conciso'. En ella se retrata como un hombre que «aunque es nacido en Escocia se gloria en ser con todo su corazón el más fiel español». Pese a todas las chanzas, al escocés lo querían todos: los gaditanos, los sevillanos, pero sobre todo sus propios hombres, porque era muy generoso con ellos y se preocupaba por su bienestar.

Preso en Santa Catalina

Las aventuras del de Stirling no terminan aquí, porque años más tarde, fue capturado por el Gobierno en su retirada hacia Cádiz durante el Trienio Liberal. Downie era un conservador, partidario del absolutismo que quería imponer Fernando VII. Prueba de ello fueron las condecoraciones que recibió del Rey. En Cádiz le encierran en Santa Catalina (1823), hasta que la vuelta de los suyos le trae la libertad. Pero el hombre que atesoró la espada de Pizarro murió en la más absoluta pobreza. Tanto que fue el propio Fernando VII el que, a su muerte, ordenó que no se le embargaran los bienes a su viuda, Agnes Gibson.

John -tal vez reconvertido en Juan al final de sus días y desde luego ya católico-, murió en su querida Sevilla. Su nombre salpica miles de escritos sobre aquella guerra que se acabó a las puertas de Cádiz. Pero pese a su determinación de convertirse en 'alguien', no pasó de ser una referencia con la que se topan a menudo los estudiosos. Eso queda de él. Eso y un retrato que se conserva en Cádiz en el que el escocés mira de medio lado, como buscando su vieja espada.