PERFIL

María Luisa el corazón de los Arámburu

La menor de la ilustre familia gaditana fue la promotora de la cesión de la amplia pinacoteca a Cádiz

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Si viviese, simplemente hubiese prohibido hablar sobre ella, ya se habría encargado su enorme sentido del pudor. Era la pequeña de tres hermanos. Sus padres, Paco Arámburu y Micaela Picardo, permitieron que la mayor, Micaela, fuese criada por su abuela materna María Luisa Gómez, ya que nació muy frágil de salud y necesitaba de cuidados especiales.

Álvaro y ella hicieron vida con sus padres en la Plaza de San Antonio, 1. Su hermano mayor, con muy buena planta -formado en política y economía-, amigo de sus amigos y amante de las tradiciones, fue el objeto de su vida. Los tres hermanos permanecieron solteros y entre ellos hubo siempre un vínculo muy fuerte.

Ella, dentro de la familia desempeñó un papel fundamental y en la sombra, quizá no querer ser la protagonista y dejar que los demás brillaran con luz propia. Callaba, cuando sabía igual o más de música, pintura, arte, escultura, flamenco o gastronomía que los demás. Y lo hacía para dejar su sitio al resto.

Su abnegación era tanta que rezumaba bondad por los cuatros costados. Y esta forma de ser resultaba muy atractiva y querida. Cercana, sencilla, su generosidad era enorme con los vecinos del barrio que la adoraban. Sabía, porque se preocupaba de informarse, de los problemas que padecían las personas de su entorno y les dedicaba su interés y todo su tiempo para poder ayudarlos.

También, y con máxima discreción y delicadeza, lo hacía con familias amigas, que habían quedado en mala situación ya que nunca quiso para los demás lo que no quiso para ella.

Nacida en Cádiz en el año 1919, en el seno de una familia de banqueros cultos y refinados con gran influencia anglo-francesa, estudió desde pequeña varios idiomas que mantuvo, durante toda su vida, a través de la literatura -una de sus pasiones-. La música, otra de sus grandes dedicaciones, la llevó a cursar la carrera de piano. Posteriormente, ejerció de enfermera, aunque su propia salud se lo impidió ya que nunca fue del todo óptima.

Gran amante de su casa, cuidaba con esmero cuadros, recuerdos o porcelanas. Quería que todo estuviese en perfecto estado de conservación y dedicaba mucho tiempo a ello, así como a la cocina que le gustaba practicar y enseñar al personal de su casa, al que ella llamaba «sus niñas» y a las que quería con delirio. Con el paso de los años, estas empleadas se convirtieron en su familia más fiel y cercana.

De niña, junto a sus hermanos y su prima Toty Picardo -uña y carne suya-, se trasladaban en verano a El Puerto de Santa María, a la bodega familiar Álvaro Picardo -herencia de los Moreno de Mora, hoy día bodega Osborne- y allí jugaban al escondite entre las enormes botas de oloroso y amontillado.

Recuerdos de juventud

Siempre recordaba aquella época como una de las más felices junto a sus tíos Álvaro Picardo y Carmen Carranza y su adorada tía Aurora Gómez. De joven, se reunía con sus primas Gómez: -todas bellezas- Isabel Elena, Victoria, Aurora y Leonor, en el Retortillo, la casa de Chiclana, donde se divertía con ellas y su grupo de amigas.

Sus mejores amigas Lola Bustamante, Maruja Supervielle y Chita Lacave, compartían con ella, entre muchas cosas, el buen hacer de las obras de caridad. Ya de adulta, todas las tardes, había tertulia en su casa, siempre amenas y divertidas por donde desfilaron artistas, escritores, banqueros, militares y muchos amigos como María Pemán, Anita Ruiz-Tagle, Casilda Varela, Susi Víctor, Carmen Carranza, Toty Picardo, los hermanos Ariza, Dagmar Tamarón, María Jesús Aranda y su inseparable hermana Micaela. Gaditana hasta la médula -para lo bueno y lo malo-, su tierra era un objetivo prioritario.

Cuando Álvaro y ella heredaron el retrato de Zuloaga de su hermana Micaela, y el plano antiguo de la ciudad, no dudó en convencer a su hermano para convertir esta herencia en un regalo para los museos de Cádiz, siendo ella, la protagonista y artífice de esta donación, algo que nuevamente quedó en la sombra, pero que ya era hora de contar. Lo regaló, aunque lo adoraba y cuando lo vio salir de la casa de la Alameda hacia su nuevo destino, sollozando dijo: «Hoy ha muerto Micaela por segunda vez».

María Luisa se fue apagando poquito a poco, manteniendo siempre su sonrisa y su bondad -cuidada y mimada por sus niñas-. Su única preocupación era su hermano: «¡Cuidádmelo, no me lo dejéis!». Y así, a sus 89 años, esta gran señora, que nunca pensó en sí misma, nos dejó.

Los que estuvimos cerca, hemos sentido la necesidad de acercarla a sus paisanos hablando de ella, de la hermana pequeña, la que con el corazón movió todos los hilos de la familia Arámburu-Picardo, y a la que los gaditanos le deben mucho.