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La procesión de los días

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Un buen jefe de personal, aunque no necesariamente haya sido antes jefe de un campo de concentración, no debe creerse las disculpas. La única convincente es la esquela. No debe otorgarle la menor verosimilitud a la frecuencia de los cólicos nefríticos, que tengo entendido que duelen mucho, ni al dolor que experimenta cualquier asalariado ante el fallecimiento de un pariente pobre.

Renovar las excusas tiene su mérito, ya que todas están experimentadas, pero en estos momentos de crisis sólo sigue siendo válida para faltar al trabajo una: la de haberse quedado sin trabajo. Basta con enseñar el pañuelo, empapado de lágrimas y de adioses. ¿Cómo es posible que haya descendido espectacularmente el absentismo laboral entre nosotros? O ha mejorado la salud colectiva, ahora que no dejan fumar más que en el 'excusado', que decía mi benigno abuelo, vulgo 'trono', o la gente va menos al médico, convencida de que tiene remedio para toda clase de dolencias, menos para la última.

El caso, que por cierto es digno de estudio, es que el absentismo laboral ha bajado entre nosotros nada menos que en un 90%. Quiere decirse que faltar al trabajo es tan raro como tenerlo. Lo peor de estar ocupado es que es tan seguido que no nos queda tiempo para ocuparnos de las cosas que nos gustan. Rara vez, la obligación coincide con la devoción y lo malo de los oficios es que exigen ejercerlos diariamente. Don Wenceslao Fernández Flórez habló de la procesión de los días. Es cierto que los días se persiguen unos a otros y quizá saltarse alguno produzca un especial placer. No lo sé. Está entre mis placeres prohibidos.