Desesperada. Duzida Momamza lleva exiliada en Cádiz desde el año 1991 . :: MIGUEL GÓMEZ
Ciudadanos

Esperando la tierra prometida

Cádiz acoge parte de la diáspora del Sáhara: todos exigen una solución inmediata al conflicto Los más de 600 saharauis que residen en la provincia viven con angustia el desenlace de la huelga de hambre de Aminatou Haidar

CÁDIZ/JEREZ. Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

El 22 de junio de 1991, mientras agonizaba en el asiento trasero de un Land Rover, camino de un hospital de campaña levantado en mitad del desierto, Moulay El Hassan recitó de memoria 43 nombres y 43 fechas: Haboub Ould Mailid (7/11/75), Benasser Ould Hmeidnam (27/11/75)... Su acompañante, un oficial del Frente Polisario en misión diplomática, tomó nota como pudo, entre frenazos y socavones. Después repasó minuciosamente la lista, murmuró una breve plegaria y se guardó los tres folios en el lateral de una bota.

Moulay El Hassan forma parte del devocionario de la comunidad saharaui en el exilio. Los militares de los campos de concentración de Agdz y Qal'at lo habían obligado durante quince años a lavar ritualmente los cadáveres de los prisioneros que caían rendidos en las jornadas de trabajos forzados, con 53 grados a la sombra. Y él, mientras limpiaba con un paño blanco cada cuerpo comido de úlceras y cicatrices, repetía una y otra vez su nombre. Najem Ahmed, Salka Abdallah, Heiba Mayara. Esa letanía, ese largo rosario de vidas truncadas, sirvió en 1992 a Amnistía Internacional para denunciar en un completo informe ('Rompiendo un muro de silencio') la existencia de centros ilegales de detención en el Sáhara, forzó al Gobierno marroquí a dar explicaciones en la ONU y no dejó a la comunidad internacional otro remedio que retomar el proceso de negociación en la zona.

Los más de 600 saharauis que viven en la provincia de Cádiz (es un dato oficioso, estimado por la Federación Andaluza de Asociaciones de Amistad con el Pueblo Saharaui) han tenido muy presente estos días la figura de Moulay El Hassan, el anciano que se obligó a sobrevivir y a recordar, y que murió justo el día después de ser excarcelado, tras liberar a las familias de los desaparecidos de la dolorosa carga de la incertidumbre. Es el penúltimo mártir de la causa, un luchador cuyo espíritu de resistencia ha invocado, en más de una ocasión, Aminatou Haidar, y que preside buena parte de las manifestaciones en su apoyo que se han sucedido en toda España. «Ambos son un ejemplo de cómo la voluntad colectiva, a veces, recae en los hombros de una sola persona», dice Alí Admenabad, natural de Ausserd y residente en San Fernando. «Y de hasta dónde puede llegar esa voluntad cuando sabes que los ojos de todo tu pueblo están pendientes de tu fortaleza o de tu debilidad». «Lo que sostuvo a Moulay sostiene a Aminatou», advierte este peón de albañil en paro. Su pancarta, plantada en mitad de la plaza de El Arenal, avisa: «No nos rendiremos nunca».

Un ejemplo de entereza

A sus 68 años Duzida Momamza es otro ejemplo vivo de tenacidad y de entereza. Ella sí tiene recuerdos de una existencia «completa», en el Sáhara español. Fue antes de los bombardeos y de las alambradas, antes de que una penosa marcha a través de dunas y pedregales la dejara en el centro de un páramo desolado, en la frontera argelina, y un burócrata lento, cansado del hambre y del miedo, le dijera: «Mujer, ésta será tu casa». Duzida entró temblando en su nuevo hogar: una tienda de campaña gris, plantada en mitad de ninguna parte, rodeada sólo de arena y de cielo. Allí pasó 16 años. «Más de 5.000 días».

«Todos los hombres, en cuanto tenían edad para luchar, se iban a la guerra con Marruecos», explica Duzida, que cruza las piernas sobre una colchoneta, en la sede de la Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui de Cádiz, a través de la cual llegó a la ciudad en 1991 para recibir un complejo tratamiento médico. «Así que en los campos de refugiados vivíamos mujeres, niños y viejos. Tuvimos que inventarlo todo: los hospitales y las escuelas, la Policía, el reparto de alimentos, los tribunales y las mezquitas», relata. «Fue duro, pero es cierto que siempre contamos con la ayuda de gente buena, españoles y europeos que se acordaron de nuestra tragedia y que nunca nos dejaron solos».

Mared Drdi (59 años, Sanlúcar) tenía una chacra de adobe, pequeña y simple, en la antigua Villacisneros. «No era ningún palacio», pero era suya. Cerca había un pozo, higueras y pasto para el ganado. Lo justo para llevar una vida pobre y digna. Hace tres décadas que su memoria vuelve una y otra vez a esa estampa, idealizada por el tiempo y la lejanía. «Cómo estará ahora todo aquello?, se pregunta. «¿En manos de quién?».

Mohamed Abdalá (40 años) estudió Magisterio de Ciencias Naturales mientras practicaba con el fusil de asalto. Es un hombre culto, extrovertido, apasionado. Dispara datos, nombres, fechas, como una enciclopedia. En Jerez trabaja como guardia de seguridad. Tenía seis años cuando se inició la ocupación marroquí. Se crió en el campo de refugiados de El Aiún. Allí se alistó en el Frente Polisario. Lo destinaron al primer batallón saharaui que contó con formación militar.

«Entré en combate en 1984. Tenía 15 años. Íbamos a la guerra sin aviones ni tanques, confiando en la justicia de nuestra causa», cuenta. «Te aseguro que el frente no tiene nada que ver con las películas. Hay mucha más sangre, mucho más pánico, dolor e impotencia. Peleábamos como leones. Hasta el último hombre se dejó la piel en aquellas trincheras, pensando en el futuro de nuestras familias, en el regreso a casa. Pero las posibilidades de salir vivo del frente eran muy pocas. No podíamos hacer nada contra los bombarderos, aunque luego aprendimos a acertarles en la panza con la artillería básica. Estuve activo hasta el 91, cuando se firmó la paz. Tuve suerte. Mis amigos, no».

Volver a las armas

Vino a España poco después. Sus conocimientos sobre pedagogía y Medio Ambiente le sirvieron para poco. «No me quejo, la verdad. Después de lo que he vivido, pienso que soy un hombre afortunado. Tengo una mujer, Sbara, y dos niñas, Mudjeri (de 9 años) y Nassiva, que acaba de cumplir tres meses. Su nombre significa 'La más bonita'. Tengo un piso en San Juan de Dios, salud y un buen trabajo. De todas formas, en el exilio no conviene acumular muchas cosas, atarse demasiado a nada. Quizá mañana tengamos que partir. Ojalá mañana tengamos que partir. Y no sea para coger un arma».

La generación perdida

«Para entender el sufrimiento de nuestro pueblo y lo que simboliza Haidar para todos los saharauis que estamos lejos de casa, es imprescindible que los españoles sepan de dónde venimos, de qué clase de conflicto estamos hablando, qué valor tiene cada gesto personal que se hace en un lugar del mundo donde señalarse puede costarte la vida», explica Chej Ramdam, de 52 años, que llegó a Jerez el 11 de noviembre de 1975, tras la ocupación marroquí de El Aiún. Chej (camisa de cuadros, jersey de pico, pantalones de pinzas, pelo rizado y canoso), fue uno de los primeros en refugiarse en tierra española cuando el Gobierno de Franco ordenó la evacuación de la zona mediante la tristemente célebre 'Operación Golondrina'.

En la misma manifestación que encabezaba la pancarta de Alí, la mujer de Chej, Aisha (51 años), y su hija Selem (17) sostienen una enorme bandera de la República Árabe Saharaui Democrática. «Lo que está haciendo Marruecos se llama genocidio: posterga el referéndum de la ONU mientras elimina del Sáhara ocupado a su población original, entierra las raíces de nuestra cultura y confía en que los colonizadores del Norte pronto sean mayoría. ¿Cómo esperan que Aminatou acepte un pasaporte español, cuando eso es precisamente lo que quiere el Gobierno de Marruecos que hagamos todos: que seamos mauritanos, argelinos, cualquier cosa menos saharauis?», explica Aisha.

Selem lleva vaqueros y camiseta, aunque se cubre la cabeza, a ratos, con un pañuelo de colores. Es la más joven del grupo y habla un castellano sin sombra de acento. «Hay una generación entera de saharauis que se ha educado en el desarraigo, miles y miles de jóvenes que tienen miedo de no volver nunca a una tierra en la que, realmente, no han estado. «Para ellos, para nosotros, Aminatou ya es un mito». ¿Qué crees que harán todos esos chicos y chicas sin patria en caso de que se declarase de nuevo la guerra?», se pregunta.

La respuesta la tiene Mohamed Moivac, de 28 años, que lleva once trabajando en Cádiz como camarero. «En 2002, el Gobierno de la República avisó de un posible fin de la tregua. Miles de jóvenes exiliados se pusieron en marcha. En toda Andalucía no quedó ni un solo saharaui sano».

Ni Mohamed, ni Buhari (24 años), ni Ahag (27), ni Yamila (26) han pisado nunca suelo saharaui. Nacieron y crecieron en un campo de refugiados. Después, emigraron. Su imaginación ha convertido el desierto de sus padres en un vergel. La tierra prometida, para ellos, tiene la consistencia de una ilusión. Pero también el encanto irreductible de un espejismo. «Nadie -dice Mohameb- puede robarnos ese sueño».