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Presunto inocente

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Un día todo esto nos estallará en las manos. Luego entonaremos el 'mea culpa', haremos una película, o mejor aún, una mini-serie de televisión, y si no nos sirve de catarsis al menos alguien saldrá forrado del asunto. Pero lo lamentaremos, demasiado tarde, cuando ya el mal esté hecho y no tenga marcha atrás. Lo contó, precisamente, Fritz Lang allá por los años treinta, con Spencer Tracy. 'Furia', se llamaba la cosa. ¿Hace falta recordar que Lang venía recién huido de la Alemania nazi?

Al linchamiento mediático y vecinal de los inocentes me refiero. Nos saltamos de continuo la presunción de inocencia, sin importarnos tres puñetas que para eso existe un entramado de especialistas, los tribunales de justicia, y que todo hombre y toda mujer, hasta que se demuestre lo contrario, es inocente de todo aquello por lo que se le quiera pedir cuentas. Hemos convertido nuestra vida en común en un escaparate donde todas nuestras vergüenzas quedan al descubierto, invirtiendo el cuento del traje nuevo del emperador, porque donde en la historia nadie hablaba, ahora no calla nadie. Hoy, lo que acusa cualquiera ya es verdad, sin pruebas, sin garantías, sólo porque alguien de los medios lo dice o lo insinúa, o porque se equivoca, mediatizado, quien rellena un informe médico o quien periclita unas pruebas sin dedicarle a su examen el escrúpulo y el tiempo necesarios.

Vivimos en una histeria que considera normalizadas actitudes anormales, creyendo que las excepciones morales son la norma, y actuando en consecuencia como nos enseña a actuar la fábrica de mentiras que es el reino de la ficción. Por la fuerza. Se confunde justicia con venganza. Basta con que no tengas glamour y seas feo, o que unas imágenes o una frase de un contertulio dicha con retintín te inciten a pensar mal, para que creamos que hemos acertado. Culpables por decreto. En el fondo, sin saberlo, no nos damos cuenta de que entonces somos culpables todos, de cualquier cosa que se nos acuse.

Con colocar el adjetivo 'presunto' delante del nombre y el apellido del sospechoso, parece ya está todo resuelto. Hemos trasladado el cotilleo del mundo del corazón y la vagina (ese que se presenta con tanta pompa y trascendencia cuando, en cualquier caso, tendría que ofrecerse sin estridencias, dejando clara su banalidad, en puro plan de cachondeo), al mundo de la justicia y la armonía social. La neutralidad ha saltado por los aires y lo malo de condenar de antemano, sean inocentes o culpables, es que se acaba por tomar la justicia por la propia mano. Es entonces, ya digo, cuando lo lamentaremos. Porque una cuchillada, o un tiro, o una turba enloquecida son algo que nuestra sociedad dejó atrás hace muchos siglos, y lo que estamos mamando de continuo es la idea de que todas las opiniones son iguales y todos podemos juzgar sin conocimiento de causa, guiándonos por el instinto y la intuición. O sea, saltándonos todos los avances sociales que han hecho posible primero la justicia y luego la democracia que en ella se basa.

Mal vamos si vivimos en la acusación sin pruebas, en el ataque al presunto culpable, en la creencia de que somos mejores que nuestros semejantes y que estamos tan dotados como cualquier juez o cualquier policía para impartir justicia y aplicarla. Si terribles son los fascismos institucionales, esos que condenan sin recurrir a pruebas demostrables, aún peor es el fascismo social que ignora las propias leyes donde esa misma sociedad se basa. Algún día lamentaremos creer que estamos capacitados para juzgar y condenar a nadie.