MIRADAS AL ALMA

Rafael Albaicín

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Ser o no ser, nos evocaba Shakespeare. Pero, ¿se puede ser y aún no saberlo? Sí, y es lo que más me atrae del gran torero Rafael Albaicín, otro de los nombres mágicos que ha dado la historia del toreo gitano. Rafael iba para pianista, pero un desgraciado accidente en uno de sus dedos le impidió realizarse en ello. Fue el grandioso pintor Ignacio Zuloaga quien le pintó con un terno verde y oro, para exaltar toda la expresividad de ojos y belleza india en sus rasgos gitanos, y de camino hacer descubrir a Rafael lo que ya era por destino; pues, por entonces, Rafael no sabía de toros, ni había toreado jamás, pero verse con ese vestido mientras su padrino le pintaba, hubo de suponer un revelamiento espiritual íntimo y grandioso, un neófito sentimiento al ver decorado su delgaducho cuerpo moreno por lentejuelas desgastadas y camisa de chorreras.

Rafael Albaicín lo era, pero aún no lo sabía; caprichos del destino, quizás sin el instinto creativo de Zuloaga nunca hubiese llegado a ser torero. En este caso, el olfato artístico propició el descubrimiento de algo que ya existía, sólo que aún no lo sabía. La pintura se adelantó a la historia, la sombra al cuerpo, el espíritu al hombre. De todo ello escribió maravillosamente Joaquín albaicín en su libro Gitanos en el Ruedo, y digo maravillosamente pues lo plasma con lo místico de nuestra raza y la fuerza de la sangre que corre por sus venas.

Aquel enrazado cuadro de Zuloaga hace bueno el dicho de Rafael de Paula: «Para ser torero, antes hay que parecerlo». Zuloaga lo quiso retratar porque lo parecía; más tarde se adivinó que lo parecía porque lo era.