PAN PARA HOY

Munilla

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Egibar está que arde. Por lo visto, España nos ha colado un obispo por la escuadra de la cristiandad para anular los efectos de la Iglesia vasca. Además, el nuevo prelado, el disolvente de la sagrada vasquitud, siempre según las palabras del líder jeltzale, no puede ir más hacia la derecha, porque se daría un coscorrón con la pared que delimita la ideología por ese costado. Yo pensaba que lo que había en los extremos de las ideologías eran abismos sin fondo, agujeros de la razón llenos de cocodrilos y de frustraciones personales. Me consuela saber que hay muros de contención, por lo menos están todos controlados bajo el mismo techo. Sea como fuere, el señor Munilla tiene pedigrí de titular de letra gorda; este obispo no será de los que se conforme con una reseña en los periódicos regionales, ya lo verán, nos dará tinta de calamar y minutos de tertulia.

Dicen sus allegados que es un cachondo, un bromista empedernido, ya lo iremos viendo. Al no participar de los ritos de la Iglesia no me afecta la elección de un obispo, no me siento en su cadena de mando, ni miembro de su rebaño. Tampoco estoy afiliado a ninguna organización con fundamentos cristianos, así que no me altera el ánimo este hecho. Pero, como curioso empedernido y adicto a los estímulos que me suministran los medios de comunicación, reconozco que me pone cachondo, hablando mal y pronto, la llegada del temor de Dios. Sí, porque creo que, últimamente, los obispos vascos estaban perdiendo protagonismo como colectivo, y es una pena. Aquellas comparecencias de Setién, por ejemplo, en las últimas décadas del siglo veinte, eran gloria pura. Cada vez que monseñor abría la boca, los tertulianos españoles de guardia orientaban todas las antenas parabólicas en busca de la frase ambigua, del mensaje oculto, de la clave del enigma vasco. Con Munilla, todo apunta a que recuperaremos la primera plana, que los vascos no hemos nacido para segundas divisiones, leches. Pasen buen día.