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Regusto de las malas noticias

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Los periodistas saben muy bien que las noticias que más «venden» son las malas, las que refieren episodios que producen problemas y sufrimientos a sus protagonistas. Los relatos de hechos dolorosos generan un morbo que tiene que ver, por un lado, con la alegría del que siente que se ha librado de ellos y, por otro lado, con la simpatía y con la compasión que inspiran las víctimas. Ésta es la definición de la «catarsis» que produce la tragedia griega. A pesar de que a primera vista nos sorprenda, las palabras «simpatía» y «compasión», que proceden respectivamente del griego y del latín, poseen los mismos significados, son sinónimos con etimologías diferentes. Este contenido común nos proporciona las claves para que penetremos en la profundidad y en el alcance de sus ricos sentidos.

¿Dónde reside -me acaban de preguntar algunos- ese interés masivo que despiertan las películas que narran catástrofes originadas por causas naturales o por la perversa acción de los seres humanos? Los productores de cine -les respondo- están tan seguros del éxito de público y de crítica que no escatiman gastos para contratar a artistas estelares y para crear efectos especiales con el fin de ofrecernos la posibilidad de que, sentados cómodamente en confortables butacas, sintamos las emociones que produce la contemplación de las grandes e imprevistas desgracias.

Una respuesta a esta pregunta la he leído en un artículo que publicó en el periódico Le Monde, Jacques Attali. En él, este profesor y periodista recuerda y comenta el sorprendente récord de taquilla que logró la película Titanic. Me permito transcribir sus análisis agudos, valientes y proféticos que, a mi juicio, nos ofrecen algunas pistas: «Titanic somos nosotros, es nuestra triunfalista, autocomplaciente, ciega e hipócrita sociedad, despiadada con sus pobres; una sociedad en la que todo está ya predicho salvo el medio mismo de predicción [..] Todos suponemos que, oculto en algún recoveco del difuso futuro, nos aguarda un iceberg contra el que colisionaremos y que hará que nos hundamos al son de un espectacular acompañamiento musical».

Las diarias noticias que nos ofrecen los medios de comunicación y, más concretamente, las imágenes terroríficas que contemplamos con indiferencia y, a veces, con cierta fruición ponen de manifiesto, por un lado, la disminución creciente de nuestra sensibilidad solidaria -de la humana simpatía y humanitaria compasión- y la peligrosa disminución de la conciencia de nuestra propia fragilidad. Instalados en este blando confort y en esta falsa inseguridad, no advertimos que un simple fenómeno atmosférico, un eventual cambio político o, sin ir más lejos, una crisis económica como la que estamos sufriendo, pueden dar al traste con todas nuestras inconsistentes seguridades.

No se trata, ni mucho menos, de alentar los temores, sino de aumentar la conciencia psicológica de nuestra fragilidad, y de estimular la conciencia ética de la necesidad de solidaridad. Nosotros, las personas más mimadas, consentidas y seguras de toda la historia de la humanidad, también estamos expuestos a ser tragados por el mar a causa de un tsunami atmosférico, de una tormenta económica o de un huracán social. También nosotros, por muy seguros que nos creamos, podemos ser desplazados de nuestra sociedad o perder nuestro trabajo, pero, mientras tanto, nos permitimos compadecer a quienes, por ser menos afortunados, han sido despedidos un rato antes.