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Amores y clamores

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Muerto, tarde para sus carnes, pronto para nosotros, el maestro Francisco Ayala ayer, su talento nos deja como herencia una infinita cantidad de sublimes matizaciones existenciales, piezas de orfebrería, frutos de su muy longeva sagacidad, que tantas veces nos han ayudado, como lazarillos y cireneos, a recorrer el tracto de la pesada oscuridad que media entre la ceguera de la ignorancia y la luz del conocimiento. Maravillan de él, y su obra, la inmaculada sencillez y la sucinta estética, asistentes de un preclaro talento. Hoy, ABC vuelve a publicar un artículo suyo, de 1981: «El espíritu del lugar». Traduce e interpreta en él, un fragmento de «An International Episode», un cuento de Henry James.

Los lugares son seres animados, disfrutan de un alma. Un misterio previo, un mensaje, entre el esoterismo y el magnetismo plástico, los convierten en potentes polos de atracción inescrutable. Existen seres con la capacidad de interpretar esos códigos silentes, adivinando de ellos su vocación de materializarse, de convertirse en paisaje definido, en potencial. Alejandro el Magno, Fray Junípero Serra, Vasco da Gama, entre los pocos capaces de visualizar el porvenir de una metafísica material. Nacen así ciudades marcadas por la magia de lo pretérito, por la arquitectura espiritual. Estambul, Rio de Janeiro, San Francisco, Ciudad del Cabo, enclaves en los que la geografía se ha convertido en radiografía de un esqueleto poético, en los que determinadas luces, determinados vientos, maridan lo intangible con la piedra.

Ejemplos de esas magias espirituales de los lugares y enclaves, son los atardeceres de Cádiz, configurados, uno a uno, cualquiera de ellos, como la sintaxis por las que se ordenan todos los mensajes litúrgicos, todas las premoniciones de los oráculos, los misterios del milagro. Puede asegurarse que su perfección es debida a que no existen. Son un espejismo. Una holografía. Sus luces explican la ubicación de Cádiz. La elección que el fenicio hizo la basó en la necesidad de encontrar un espacio exiguo donde cupiera un ara sobre la que se concentrara la luz más concisa que iluminara la búsqueda sistemática de las grandes preguntas sin respuesta. Ese espíritu del lugar, precede a Cádiz, al que ilustra y lustra, y nos obliga a sus moradores, a luchar por todo aquello que no sea tangible, aquello propio de la espiritualidad. Ética. Estética. Moralidad. Sustancia emocional. Pasión productiva. Altruismo mágico. Denuedo. Esfuerzo. Honra. Gozo por el logro. Filantropía. Compás social. Amores, fulgores, clamores, propios de un pueblo que habita en el raro milagro de un paisaje espiritual ancianísimo, previo a todo, que vive en una ubicación liquido-sólida, en un espíritu modélico, debiendo tomar conciencia de a lo mucho que ello obliga.