ANÁLISIS

lecciones de una crisis

PROFESOR DE CIENCIA POLÍTICA Y RELACIONES INTERNACIONALES, UAM Actualizado: Guardar
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A unque es muy posible que las próximas semanas deparen aún emociones fuertes -pues, no en vano, habrá elecciones en sólo un mes y se esperan antes decisiones muy trascendentales del Congreso Nacional y la Corte Suprema-, parece que la tensión principal del sainete hondureño podría haber llegado a su fin. El acuerdo firmado en nombre del presidente depuesto y el que ejerce de facto supone que los dos renuncian a sus principales aspiraciones; pero, al menos, permitirá a Zelaya concluir su peculiar y agotador encierro en la Embajada brasileña y a Micheletti respirar tras cuatro meses de fuertes presiones exteriores. En efecto, se llega a este desenlace por la debilidad recíproca de ambos políticos, combinada con la constante y contundente apelación internacional a la restitución del orden constitucional bajo amenaza de aislar a Honduras como un régimen paria en la región.

Bien está lo que bien acaba, aunque el beneficio que los hondureños extraerán de este acuerdo hay que pensarlo más en términos de alivio -por el enfrentamiento civil que se ha evitado- que en un sentido transformador de su deprimente realidad. Pero eso no significa que el desarrollo de esta crisis no haya traído nada nuevo bajo el sol centroamericano. Junto a las dinámicas de siempre -unos EE UU que siguen haciendo valer su enorme influencia, una España menos presente de lo que nuestra diplomacia pretende, o unas instituciones locales pisoteadas por unos y otros-, surgen interesantes lecciones para el futuro de las relaciones internacionales.

En el nivel específico latinoamericano, la OEA consigue salvar la cara y, sobre todo, emerge como gran vencedora Brasil, que no sólo ha sido capaz de desplazar a México en su supuesta área geopolítica de influencia sino que ha conseguido reducir el protagonismo ideológico al que aspiraba Venezuela en la defensa de Zelaya. En el nivel más general del papel que debe adoptar la comunidad internacional para asegurar el respeto a la democracia en cualquier punto del mundo, el caso hondureño ha elevado muchos enteros la autoexigencia. Si en el futuro no se reacciona con la misma firmeza ante otros atentados contra la democracia, algún sector retorcido de la opinión pública podría pensar que en Honduras se ha decidido actuar así sólo porque es un país pequeño, débil y dependiente. Pero tal vez todos, cínicos o complacientes, nos llevemos pronto la sorpresa de que la fuerza de este pequeño precedente puede hacer más molestas las contorsiones retóricas para justificar regímenes mucho más villanos -aunque también más fuertes- que el de Goriletti.