A la derecha, egla y Francisco, que apenas compran alimentos, en su trabajo. / L. R.
Ciudadanos

Un huésped a la hora del almuerzo

Jóvenes y parejas independizadas vuelven a casa de sus padres a comer por culpa de la crisis, la falta de tiempo o para matar la soledad

CÁDIZ Actualizado: Guardar
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Por falta de tiempo, por rechazo a la soledad o por las consecuencias de la crisis económica. Son muchas las personas ya independizadas que acuden a almorzar a diario al domicilio paterno. Una costumbre que no es nueva, pero que ha ganado seguidores en los últimos tiempos por causas de excepción como la actual coyuntura económica.

Las familias con dos sueldos e hipoteca suelen emplear uno en saldar la deuda y el resto queda para vivir -o sobrevivir- con todos los gastos que supone tener un hijo, llenar la cesta de la compra, pagar las facturas. Cuando el paro se ceba en este tipo de núcleos familiares, en la provincia hay 157.000 desempleados, fallan las cuentas y no hay más remedio que optimizar recursos. Y uno de los más socorridos es comer en casa de los padres o los suegros, que además, en muchos casos, son los encargados de recoger a los niños de la escuela.

Pero no todas las personas que comen en casa de sus padres lo hacen por motivos económicos. Javier, de 23 años, trabaja en el sector de la construcción, concretamente en una empresa de movimiento de tierras y excavaciones ubicada en Chipiona. Sale del primer turno a las 14.00 horas y a las 15.00 tiene que entrar de nuevo en el tajo.

Donde comen dos.

Pese a vivir en esta localidad y estar emancipado desde hace dos años, acude a diario a la casa familiar y almuerza con su madre y su hermana. Sus argumentos para hacerlo no están exentos de lógica. «Normalmente llego a casa pasadas las dos y salgo de nuevo poco antes de las tres, con lo que suelo tener 45 minutos para comer. Si no tengo nada hecho que pueda calentar, que es lo más frecuente, me voy a lo más fácil: congelados, que son comida basura, o patatas fritas con huevo o filete. Y eso, todos los días, cansa. Además no me da tiempo a recoger la cocina y tampoco puedo estirarme unos minutos en el sofá». Este chipionero valora la buena alimentación y afirma que «en casa de mis padres como mucho más variado, además de disfrutar de ese toque especial que las madres le dan a las comidas».

Otros casos, como el de Antonio, de 43 años y residente en El Puerto, pasan por la dramática situación del desempleo que viven muchos hogares. «Yo al menos no tengo hijos que mantener. Trabajaba en la hostelería, pero se ha terminado el verano y ahora estoy en el paro. Tenemos hipoteca y no llegamos. Mi mujer sí trabaja en una peluquería y come allí, pero yo prefiero venir a casa de mi hermana, que vive sola y nos acompañamos mutuamente». Este portuense reconoce que lo suyo no es la cocina.

Solidaridad familiar

«Yo no se hacer nada, y mi mujer llega demasiado cansada como para ponerse a preparar mi comida del día siguiente. A veces hace algo en el fin de semana, pero poco más». A su hermana, maestra de primaria, no le importa tener este «huésped» en la hora del almuerzo. «Entiendo por lo que están pasando y la familia está para ayudarse». Una gran familia, es la que se reúne en torno a la mesa de la cocina de un conocido restaurante chipionero. Regla, camarera, y su novio Francisco, que trabaja en el hotel aledaño, reparten la carga entre sus progenitoras. «Por el horario que tenemos no no da tiempo de ir a casa y por tanto, no nos merece la pena hacer la compra». Algunos días comen en el restaurante compartiendo mesa y mantel con los demás empleados, y otros en la casa de los padres de Francisco. Regla asegura que «en la nevera no tenemos ni un cartón de leche. Y la thermomix está sin estrenar. Hacemos la compra una vez al mes y lo que más cogemos son prodctos de limpieza, aseo... Porque los otros caducan y se estropean casi sin probarlos».

El caso de Ana, de 28 años, es bien distinto. Residente en Sanlúcar, es madre de un niño de dos años y está casada con un transportista. Todos los días, se monta en su coche y recorre los ocho kilómetros que la separan de su familia, en Chipiona. Diez minutos al volante que no son nada para esta joven que odia comer sola. «Mi marido sale a las seis de la mañana y no llega hasta por la tarde. ¿Qué hago yo sola tantas horas? Le doy de comer a mi niño y luego como yo. Pero tampoco me merece la pena hacerme un potaje sólo para mí. Y no se lo puedo poner de cena a mi marido. Tienes que andar pensando qué hacer para después no tener que tirar nada». Ella reivindica los almuerzos familiares, la cocina de su madre, charlar con sus padres y sus dos hermanos y ver el telediario. «Era a lo que yo acostumbraba, y lo echaba de menos».