MAR ADENTRO

Julio Diamante, con mucho busto

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El Ayuntamiento tendrá que haber buscado un pedestal de más de metro y medio para colocar el busto de Julio Diamante, que mañana jueves se inaugurará en la Plaza Santa Ana de San Severiano, junto a la calle que lleva el nombre del cineasta gaditano. La escultura, al menos, tendrá que estar a la altura de este pivot gaditano, esa especie de torre mirador del cine independiente en este país que ha tenido que criar canas para que sea oficialmente reconocido su papel en eso que los snobs llamaban séptimo arte.

Hace un par de años, la Junta de Andalucía le endiñaba uno de los galardones que llevan el nombre heroico de Val de Omar, pero ya antes le habían dedicado una retrospectiva en Alcances, la muestra que fundara su amigo Fernando Quiñones, que tanto le respaldó cuando a él le chafaron la Semana Internacional de Cine de Autor que defendió en Benalmádena.

Quizá ustedes vieran algunas de sus películas más comerciales. Lo mismo pasaron por el Gaditano, allá por el 63, Los que no fuimos a la guerra, aunque le censuraron el titulo y la película tuvo que llamarse Cuando estalló la paz. O Tiempo de amor, que empezaba a romper algo tan perro como la mordaza política, que era la mordaza sentimental. Igual sus secuencias taladraban la pantalla del Municipal, en el Palillero, cuando afuera, en el Cádiz de la tecnocracia, amar no estaba prohibido pero le faltaba poco. Pero supongo que, en los viejos cines de verano con olor a jazmines y a dama de noche, jamás pasaron El arte de vivir, una crítica abierta en pleno franquismo, cuando la cartelera ardía de Alfredo Landa y spaghetti-western, aunque él también se sumaría luego a la apertura de las portañuelas intelectuales con Sex o no sex, en el ecuador de los 70 y con José Sacristán y Carmen Sevilla al frente del reparto. Buena parte de sus obras, desde su primer viaje al corazón de Velázquez que le premiaron en el festival de Berlín, nunca se dejaron ver por Cádiz, esa vieja patria chica que nunca pudo reconocer a ese viejo y huidizo hijo suyo un nómada que se educó en el Pilar de Madrid y en el teatro independiente de los 50, cuando le detenían por rojo y le expulsaban de la escula oficial del cine. Por entonces, no sólo le atrapó la Policía Armada sino la afición al jazz como al blues y al flamenco: su "Biografía de Vicente Escudero", realizada para TVE en 1968, supone un formidable homenaje al heterodoxo artista español que también tuvo que coger puerta cuando la dictadura empezó a dar el cante. Por no hablar de aquella serie titulada Stop, que vino a ser el equivalente a los puntos de tráfico en las teles en blanco y negro de los 70.

Quiso ser médico antes que fraile de la cinematografía, pero prefirió curar las almas con ese formidable fármaco que es el polvo de estrellas, un camino que en su caso conduce hasta una sorprendente y controvertida visión de Carmen que tampoco gozó del mismo éxito en las salas que las habituales superproducciones. Quizá porque, en su cine, lo que se ofrece en 3D sea un único efecto especial, el de la imaginación y la complicidad de sus espectadores.

En cualquier caso, da gusto que la estatuaria de esta ciudad no sólo recuerde a militares, como suele ser habitual en cualquier sitio, sino que rinda memoria a los soldados de la cultura, ya sean viejos lobos de mar como Paco Alba junto al gorrilla de Fernando Quiñones en La Caleta, o esa pintoresca serie de cabezas jíbaras que adornan nuestras plazas con la efigie de José Martí o de César Vallejo. Junto con la de Julio Diamante, que en honor a la realidad debiera ser de mayor altura, no cabe duda que el busto es nuestro.