El ir y venir de vehículos es constante cada día en la rotonda de la vieja cárcel, un emplazamiento que carece aún de nombre. / CRISTÓBAL
Jerez

Mucha vida y ningún nombre

La rotonda donde confluyen la avenida de la Universidad y la del Polo es uno de los puntos de la ciudad que soporta a diario un tráfico más intenso

JEREZ Actualizado: Guardar
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Está cayendo el día sin remisión y el Sol chorrea un color oro viejo que contrasta con el verde de las copas de los pinos. Todo adquiere un colorido ocre y las chapas de los coches brillan como zapatos de charol. Parece que quieren hablar entre ellos cuando se escucha a las ruedas chirriar. La rotonda se convierte en un gran carrusel de vehículos que circundan el círculo. Un frenazo por aquí, un acelerón por allá. De pronto aparece un chico montado en una moto espectacular. Bruce Willis, en Pulp Fiction, sentenció cuando dijo aquello de «no es una moto, cariño; es una chopper». Esas motos con grandes tirantes en forma de manillares. El chico sabe que llama la atención y apenas gira la cabeza. La suya no es una moto cualquiera.

Más allá pasa alguien sobre los lomos de un ciclomotor. Nos brinda un afectuoso saludo. Se corresponde, como no podía ser de otra forma. Lo curioso es que con un casco que le cubre la cabeza y parapetado tras unas anchas gafas de sol es difícil identificarlo. Es igual, la intención es la que vale.

Así es la rotonda de la antigua cárcel. Aquí nadie se aburre. Pero este enclave no tiene nombre. Grandes y más tranquilas isletas reciben su denominación en Jerez. Sin embargo, ésta, donde confluyen los caminos de El Polo, La Universidad, La Asunción o la avenida de Arcos, no tiene designación alguna. Ni monumento dedicado a toros, caballos, troyanos, números -sin ser primos-, minotauros u otra fauna por homenajear. Ahí está ella, tan disecada de césped fresco y frondoso como de cuero cabelludo de la cabeza de un Matamoros. Ahí la tienen, dando paso cada día a miles de coches que pasan silbando tras la curva. Seis palmeras chatas y una más alta que parece la responsable del resto, como la pavera de una cofradía que va al cuidado de los más pequeños.

Fuegos

A un lado está la antigua cárcel. «Pues llevará algo así como más de cinco años cerrada. Bueno, cerrada por decir algo, porque ahí se cuelan todos los drogatas de la zona. Siempre hacen fuego, y ya casi estamos acostumbrados a que cada cierto tiempo aparezcan los bomberos», comenta un vecino. Al parecer, el solar está dejado de la mano de Dios. Proyectos de comisaría moderna, dinámica y de vanguardia. Funcionarios del Cuerpo Nacional de Policía y miembros de la Policía Municipal. Todos juntos trabajando contra el crimen y el delito. «Eso, proyectos de políticos, pero después nada», apostilla el vecino.

Los vecinos tienen poco tiempo para pararse. Todo el mundo pasa de un lado a otro. «Voy con mucha prisa, hijo -comenta una señora-. No puedo pararme». A un lado está la farmacia de Susana y Marta Muñoz López. No se para. El tráfico se ha trasladado al interior del local. Un luminoso anuncia que se abre todos los días del año veinticuatro horas. Siempre hay una aspirina dispuesta para el cliente. Pero en la farmacia no cabe ni un alfiler. Está a tope. Tanto es así que apenas nos pueden dedicar unos segundos.

Comercios

Quien tiene tiempo es Antonio Ibáñez. Está al otro lado de la acera, en la esquina con Olivar de Rivero. Ahora está viendo un amistoso de baloncesto que ofrecen por televisión. España se prepara para el Europeo. «Pues ya llevo aquí treinta años», asegura. El pequeño establecimiento de Antonio es de golosinas y prensa. «Es una zona muy movida por el gran tráfico que soporta. Aquí siempre hay movimiento de coches. Y cuando llega el tiempo escolar no te puedes ni imaginar, se multiplica por tres el tráfico», explica. Mientras llegan tiempos mejores, con la apertura de los colegios, Antonio Ibáñez sigue con sus gomitas azucaradas y sus paquetes de gusanitos. Y con el partido de baloncesto que juega el dream team del baloncesto mundial.

Justo al lado está Agustín Mateos. Siete meses se trabaja y cinco meses de descanso. Así es la vida de una heladería. «No te creas que está tan bien. Los siete meses que se trabaja se hace a destajo. Todos los días y abriendo desde la mañana hasta por la noche. No es tampoco una bicoca», comenta. Sus horchatas y sus limonadas no paran de removerse en esos grandes depósitos con un aspa en el centro.

Fernández Pineda es un apellido conocido en la zona. Es la familia que hace treinta años abrió la ferretería del mismo nombre. Allí está José María con un compañero. También ven la televisión. Las tuercas en su sitio y las latas de pintura perfectamente colocadas. Destornilladores y martillos de todo tipo y también material de fontanería. «Llegamos al barrio hace ya tres décadas», asegura José María. La tranquilidad que se respira en el establecimiento contrasta con el frenético tráfico que hay afuera. Los coches no paran ni un segundo de silbar. La ferretería es un clásico de la zona.

Afuera, los paneles municipales anuncian severas multas a quienes lleven los perritos a defecar en las zonas verdes, y tres cipreses se alzan a un lado de la rotonda. Justo en la zona opuesta está el Elefante Azul, un lugar donde los coches salen limpios como el jaspe. Todos van y vienen. Los coches y los viandantes. Y a nadie se le ha ocurrido ponerle nombre. Ni colocarle un monumento. Ya sea una vaca sagrada, la celda de un recluso o un león que ruge.