LA RAYUELA

Fe en la Justicia

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Cuando era un chiquillo me pasó una cosa terrible que recuerdo con absoluta nitidez. Estaba en la escuela una mañana cuando apareció por la puerta mi madre para recogerme. Iba cogido de su mano mientras ella me contaba con dulzura que tenía que ir a ver al juez. Alguien nos acusaba, a mi primo y a mí, de haber provocado un incendio que había arrasado una finca. A pesar de que yo proclamaba mi inocencia entre lágrimas, mi madre seguía tirando de mí. Me decía que creía en mi inocencia, pero que debía comparecer ante el juez para demostrarla. Allí nos esperaba una señora a la que apenas conocía de vista, vestida de negro y las piernas extrañamente gordas.

Con los ojos hinchados y los puños apretados yo miraba a aquella mujer con rabia, creo que fue a la primera persona mayor a la que odié. Y la odié porque mentía a sabiendas de que lo hacía; ella sabía perfectamente que nosotros no habíamos sido, pero como éramos chiquillos que correteábamos por todas partes, sabía que era casi imposible demostrar nuestra inocencia. Supe mucho después que ya había chantajeado a una vieja tía nuestra que, por miedo a escándalos, le había entregado un dinero. Pero no quiso conformarse con tan poco, le pareció fácil el engaño y lo que pretendía era que alguien la resarciera de todas sus pérdidas, aunque fuera acusando a unos chiquillos.

No sólo no fue posible demostrar que nosotros hubiéramos estado allí cuando se produjo el incendio, sino que se evidenció que había alguien que nos localizaba en aquellos momentos en un lugar distante. El caso estaba liquidado y con naturalidad todo el mundo comenzó abandonar la sala. Yo sentía que aquello no podía ser así, que el juez tenía que hacer pagar a aquella señora su acusación infundada, su soborno y sus mentiras. Pero, nadie hizo nada y yo volví a la escuela con tantas lágrimas como rabia y odio en mi interior. Desde entonces, cada vez que me cruzaba con ella en la calle la miraba con ira e interiormente le deseaba lo peor.

Aquel día perdí la inocencia, saltó por los aires la fe ciega en la justicia en que había sido educado. Pero paradójicamente resultó un verdadero revulsivo que fue haciendo crecer en mi interior, a medida que maduraba, el sentimiento de la justicia como valor supremo y me empujó hacia el compromiso en la lucha contra la injusta realidad de entonces.

He empezado a contarles esta anécdota escandalizado y dolido por las noticias de un agosto que se resiste a relajarse y dejarse ir con la placidez del verano. Portadas y tertulias salpicadas de escándalos, viendo los caretos de honorables individuos que mienten con aplomo, de jueces amigos que no se inhiben ni con «sus amigos del alma», de la herencia de corrupción de antiguos gestores alabados por su eficacia, del cinismo de políticos que, como el Generalísimo, emiten comunicados en vez de comparecer ante la opinión pública, de sentencias que despenalizan el cohecho o de exabruptos que atentan contra el Estado de derecho. En definitiva, de un país que cada vez se parece más a la abufonada Italia de Berlusconi.

No sólo me amarga la dulce siesta veraniega: me despierta la vieja ira el ver tanto sinvergüenza suelto sin que la justicia lo ponga en su sitio.