opinión

La señora del lavapiés

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Ni es de un barrio de Madrid ni es una señora, sino muchas personas en una sola, pero les juro que me persigue como un espíritu de novela de Stephen King. La señora del Lavapiés, toditos los mediodías, en la playa. No falla. Es como la ley de Murphy de la playa Victoria, a falta de conocer si también se dará el fenómeno, como la rubia fantasma de la autoestopista, en otras playas del universo mundo.

Una lata. Dan poco más de las dos, que es la hora del relevo generacional allá en la Victoria, y con pocas ganas, para qué negarlo, empieza uno a levantar el campamento base, que tampoco es de esos que carga el amigo Calleja en la tele (siempre lo vemos a él, pero n o vean lo que debe sufrir el cámara): las sillitas, la sombrilla si no hay levantera, las tablitas de surf si lleva usted a los hijos preadolescentes y los cubitos, los rastrillos y los flotadores jartibles si son más pequeños. Echa uno un vistazo para no dejar olvidado nada (ni siquiera las latas de refresco ni las colillas, oigan, que tenemos que tener todos más cuidadín con la arena para que se pueda estropear a gusto con lo de las barbacoas), e inicia el regreso a casa con los pies con más arena que Lawrence de Arabia allá en el Sáhara.

Y entonces se la encuentra a ella. Eso de ella, ya les digo, es un poner, porque no tiene por qué ser siempre una señora mayor, sino un maromo, o un guiri de bañador estrambótico, o una pareja de León que aprovecha la collá para hacer la colada allí mismo. No falla. Nos gusta más una cola que a Teófila una maqueta y va usted con el tiempo justo, entre la ducha, la comida y los Manolos para ver el capítulo de Perdidos, y zas, allí que se la encuentra, en el Lavapiés, como aquella viejecita del takataka del episodio de Benny Hill.

No existe el tiempo para la buena señora. Ni existe la cola que forma detrás, todos los mediodías, en la Victoria. Juega al juego chichibolo ella sola: un pie, otro pie, un codo, otro codo, y no se olvida de refregar bien refregadas las sandalias, las pantorrillas, las manos, el pico enarenado de la sombrilla, las sillitas plegables de aluminio, hasta las gafas de sol si se tercia. Y vuelta a empezar cuando se acaba el agua, que se le corta en seguida: un pie, otro pie. La cola parece ya la del Falla en febrero. La señora del Lavapiés, que ya digo que no es siempre una señora, a su aire, o a su agua.

No falla. Dos grifitos de porquería con un hilillo insuficiente para la buena señora, no vean ustedes ya para la cola. ¿Es aquí donde lo de OT?, pregunta siempre un despistado. ¿Esto es para las entradas del cine en la playa? No, señor mío, esto es para enjuagarnos los piececitos y no poner perdido el salón de casa. Si la señora nos deja. Y si nos deja la señora o el señor que vienen detrás de la señora, que parece que es como una maldición contagiosa y, como con vergüenza para no ser menos, cuando se llega a la meta empiezan también a jugar al chichibolo con el grifito de marras.

A nadie se le ha ocurrido poner más grifos, ¿para qué? Ni apelar a la solidaridad y no agotar la paciencia de los que esperan.

Hay una pantalla electrónica, eso sí, avisando de que no malgastemos agua. Pero la señora del Lavapiés, claro, lo tiene de espaldas.