Una vista del casco histórico mientras cae la noche.
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Secos en mitad del mar

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G onzalo admite que fotografiar su propia ciudad después de mostrar diez lugares distintos del mundo en su muestra 1998-2008, «es todo un reto, porque llevo semanas editando imágenes de otros lugares». El cambio de registro le supone una dificultad mientras recorre la Alameda, bajo el sol cegador de un miércoles de Levante en calma, para iniciar el recorrido, cámara al hombro y vista perdida en busca de las primera excusas para poner en marcha su ojo mecánico y biológico.

Durante los primeros pasos, se declara «realmente bloqueado» y decide «volver al método que siempre llevo a cabo esté donde esté». Ese sistema de trabajo no es un complejo recurso técnico que lleve el apellido de un fotógrafo de Europa del Este. El truco es mucho más simple: «Se trata de caminar y caminar dando una vuelta entera a la ciudad».

Pronto deja entrever que el perímetro le interesa más que el contenido. No quiere callejear. No quita la vista del mar: «Es que vivir en Cádiz, como en otras ciudades portuarias donde estuve, supone andar con un pie en la tierra y otro en el agua. En otros lugares, al caminar voy descubriendo, en Cádiz, voy recordando». Pero tanto en la exploración como en la memoria, empieza a volverse omnipresente el único elemento que le obsesiona durante las diez horas de ruta: el mar.

Más de la mitad de los disparos que hace van hacia la balaustrada, hacia la caña de pescar del chaval que lleva la camiseta del Cádiz, hacia las señoras que van a la playa o vuelven rodeadas de nietos y sobrinos. La playa le atrapa como un imán, como a los niños sin colegio. Fotografía corazones efímeros en la orilla, se acerca a bañistas y acaparadores de sol que aceptan con inesperada paciencia su presencia invasora. Ni su inquietud fotográfica, cercana al único nerviosismo que deja ver, rompe la calma de un paisaje humano que parece habituado a que le fotografíen todos los días sin pedirle permiso, sin respetar los pocos metros de intimidad que todos creemos tener.

Cuando se quita la cámara de la cara, ya en La Caleta, y recupera el habla para aparcar la mirada, vuelve a reflexionar: «La tranquilidad, en los lugares dominados por el mar, siempre reside en el horizonte sin obstáculos, cualidad de la que pocos lugares pueden presumir. El hecho de ser tan atlántica, templada e histórica dota a sus habitantes de una actitud, de una forma de ser uniforme en la pausa y distendida». Bien que lo aprovecha para fotografiar a una mujer en la playa rodeada de latas de cerveza y cigarros, igualmente apurados.

El mar le recuerda al fotógrafo la dimensión universal de Cádiz: «Sus cualidades que se repiten en otros puntos del planeta, que, sin saberlo, son tan semejantes que hacen que me sienta como en casa algunas millas más allá», recuerda para unir el trabajo que afronta ahora con los diez años que ofrece en el Baluarte de la Candelaria por el que pasó al inicio del paseo.

La unión de la naturaleza y la ciudad, del mar y Cádiz, es irremediable. El alma de Cádiz está sometida a la voluntad sobrehumana del océano. En lo gaditano, el mar lo gobierna todo. La voluntad del fotógrafo tampoco se resiste. Ya por el Campo del Sur, camino de Extramuros, ni siquiera se distrae un minuto en mirar la Catedral, los niños que vuelven del colegio ni la vida que se cuela cuesta abajo hacia el centro de la ciudad.

Sólo sabe mirar el agua que también hipnotizó a una ciudad que, con todo lo vieja que es, sucumbió cuando era niña al mismo truco y nunca más ha querido saber de patrias, regiones, provincias, banderas ni religiones.

El alma de la ciudad quedó atrapada en un partidito de piedra ostionera que le quedó entre tanta agua. Apenas le dejaron unos pocos balcones entre murallas. A ellos se asoma Gonzalo Höhr para tratar de ver lo mismo, el mar, de otra forma.

Es un elemento de poco fiar, que siempre promete lo impredecible. El dueño de la cámara, acostumbrado a la incertidumbre, espera la sorpresa y siempre la busca en la orilla.

Hoy ni siquiera aparecen los dos, igualmente desquiciados, de la vieja ciudad y el mar: el Levante, el mayor y más fuerte pero igual de loco que su puñetero padre, y el Poniente, más pequeño y discreto, introvertido y frío.

No se cansa de mirar al mismo sitio y ya ha recorrido cuatro kilómetros, ha apurado ocho horas. Sólo cuando empieza a caer el sol levanta la mirada hacia el cielo. El atardecer es lo único que le distrae del mar: «Éste sí que es distinto al de cualquier otro lugar», sentencia como epílogo.