Sociedad

Una 'fiera' de la placidez

El Thyssen acoge una exposición de Matisse que muestra el acercamiento del pintor hacia un arte íntimo y amable

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El nombre Henri Matisse (1869-1954) va indisolublemente ligado al movimiento artístico que él mismo creó, el fauvismo. El radical uso del color, en tonos vivísimos, casi estridentes, protagonistas, causó gran revuelo en el Salón de Otoño de 1905; aún decía Matisse, el fauve, la fiera, aquello de «el público está hecho para ser pasmado». Pero, sin abandonar un uso libre, subjetivo e intenso del color, el estilo del único pintor capaz de hacer sombra a Picasso evolucionaría hacia un arte menos agresivo. Ya en 1908 dejaría escrito en Notas de un pintor esta declaración de intenciones: «Sueño con un arte equilibrado, puro, apacible, cuyo tema no sea inquietante ni turbador, que llegue a todo trabajador intelectual, tanto al hombre de negocios como al artista, que sirva como lenitivo, como calmante cerebral, algo semejante a un buen sillón que le descanse de sus fatigas físicas».

En la retórica a veces difusa de los artistas, son nítidas las intenciones de Matisse poco después de epatar a la comunidad artística con ese fauvismo del que no tardaría en tomar distancia. Calmados los instintos de búsqueda, de inspiración e incluso de provocación, el pintor busca la consolidación de su voz propia en unos años fecundos cuyos frutos ha agrupado el museo Thyssen en Matisse, 1917-1941. porque es a partir de 1917 cuando comienzan sus retiros a Niza, donde, lejos del ajetreo parisino, encontrará las condiciones ideales para producir arte. «Se acaba entonces una etapa de experimentación muy audaz y ahora se dedica a disfrutar, a gozar de la pintura, a trabajar sin tregua. Trabaja muchísimo y disfruta de su dominio absoluto de la pintura, en su relativa reclusión», explica Guillermo Solana, director artístico del museo madrileño.

Una producción que se pone a disposición del público a partir de mañana y que no cuenta con precedentes similares en España, según señala Solana. Son un total de 80 piezas, entre pinturas, esculturas y dibujos que se dividen en seis apartados en los que se incluyen cuadros de paisajes y jardines, espacios interiores, rostros humanos o desnudos. El comisario de la exposición, Tomàs Llorens, indica que se ha ordenado el material como si se tratara de «una novela en la que cada capítulo tiene su papel, su función al contar la historia». Y esa historia es, según Llorens, la tentativa del pintor de alcanzar una pintura plácida, «una pintura de la intimidad».

La muestra se inserta en la tónica de las exposiciones temporales contemporáneas, que renuncian a mostrar el trabajo integral de un artista para centrarse en etapas o aspectos concretos de su obra. La muestra comprende el periodo central en la carrera del pintor, instalado desde 1921 en Niza, y se nutre de obras que proceden de museos como la Tate Gallery de Londres, el Museo Nacional de Copenhague y prestadores de todo el mundo, principalmente de Estados Unidos y Francia.

Sin estridencias

Poco después de la eclosión del movimiento fauve, el pintor siente el deseo de transitar hacia una pintura que incluyera las nociones de calma e intimidad, pulsión artística que la exposición trata de hacer patente.

Su estilo, en apariencia espontáneo, en apariencia sencillo, llegó a ser criticado por una supuesta facilidad en la ejecución. «No puedo pasarme la vida defendiéndome de las críticas», contestaría al respecto en una famosa entrevista con el crítico Léon Degand, fechada en 1945. Pero lo cierto es que su prestigio era muy alto, lo fue a lo largo de toda su carrera, y no le faltan encargos ni honores incluso en épocas tan delicadas como la del crash del 29. En Inglaterra, primero, y en Estados Unidos después, gracias a la pujanza del coleccionismo privado, Henri Matisse no tendría problemas para colocar sus cuadros. «La mayor colección de Matisse del mundo está en Nueva York, en el MoMA, y la segunda en el museo de Baltimore. También hay mucha obra en el Art Institute de Chicago, en Boston... Todos los grandes museos norteamericanos tienen obras del pintor, más que en Europa», señala Tomàs Llorens.

Obras como Interior con violín o La lectora distraída son buena muestra de ese estilo que a más de uno podría resultar infantil, pero que es fruto de una voluntad creadora consciente y decidida. Un estilo en consonancia con el contexto pictórico del momento y que incluye sonoridades de Cézanne, Picasso, Gauguin o Modigliani. «El estilo es necesariamente el resultado de una época. Nuestra época tiene un estilo que la marcará claramente», dijo el pintor en 1945. «Pero sólo los grandes artistas son los que llevan la huella de su época marcada más profundamente», añadiría.

Su deseo era buscar una armonía en el lienzo y desechar todo lo superfluo, todo «lo molesto», para alcanzar lo que para él era más importante: la expresión. Y esa expresión se logra cuidando la distribución de los elementos, el lugar que ocupan los cuerpos, los vacíos alrededor, las proporciones... Todo para avanzar hacia ese sueño de arte como «lenitivo», como bálsamo, como lugar en el que perderse y restañar las heridas del espíritu. «El mérito de Matisse consiste en jugar con pequeños elementos. Los interiores, la ventana, las odaliscas, las figuras femeninas. Con esos pocos elementos crea variaciones musicales, es un arte que tiene un carácter de música de cámara», sostiene Guillermo Solana.

Una de las máximas que Matisse trataba de aplicarse a sí mismo era la ver las cosas, los objetos, los paisajes, las miradas, como si fuera la primera vez que las veía. Con ojos de un niño. El esfuerzo de todo pintor, dirá, es ver las cosas como si no las hubiera visto nunca antes. «Nada resulta tan difícil a un pintor como pintar una rosa, ya que para ello tendrá que olvidar antes todas las rosas pintadas», declaró en 1953, un año antes de su muerte. No traicionó Matisse ese principio; en sus últimos días confesó que, pese a llevar toda la vida pintando, aún se ponía nervioso antes de acometer un nuevo cuadro. La conquista de un arte en el que no sobre ni falte nada, que no sea agresivo al espectador, sino todo lo contrario, es el propósito que el artista se propone en cada cuadro de los expuestos.

Dueño ya de un estilo reconocible y de unas motivaciones estéticas que no le abandonarían, Henri Matisse seguirá experimentando a partir de su mudanza definitiva a Niza, en los años veinte, pero sin dejar de ser fiel a sí mismo. No abandona, como explica el comisario Llorens, la búsqueda de alternativas a la tradición de la pintura occidental, que viene del Renacimiento, y desde los primeros años del siglo pasado se acerca a otras tradiciones culturales, como las árabes o las japonesas. «Lo característico es que son tradiciones que evitan la perspectiva y el efecto del claroscuro, presentes en la pintura europea desde el Renacimiento hasta el final del siglo XIX», recalca Llorens.

El pintor viajó a Tánger, en Marruecos, durante el invierno de 1911 y la primavera de 1912, viaje del que apenas hay confidencias pero que dejó huella en su trabajo, como dejó huella en Paul Klee su viaje a Túnez de 1914.

Influencias orientales

Las reminiscencias de ese amor por otras culturas afloran en cuadros como El biombo moruno, de 1921, mientras que su interés por Asia queda patente en Conversación bajo los olivos, del mismo año. El reto al que se enfrenta Matisse en ese periodo es el de adaptar su pintura al pequeño formato, tras su experiencia con un estilo parecido al de las tapicerías y la pintura de los frescos. La admiración por las miniaturas indo-persas y bizantinas que cultiva Gustave Moreau es también importante para entender su trabajo.

No reniega Matisse de quien califica su pintura como decorativa, y tampoco ve en ello un motivo del que avergonzarse. Es más, para él ese aspecto decorativo constituía algo «esencial». «No me parece peyorativo decir que las pinturas de un artista son decorativas. Todos los primitivos franceses son decorativos», le contestaría al crítico Léon Degand. Como recuerda Tomàs Llorens, el artista trabajó durante años, en sus inicios, con encargos de tipo mural, para lugares específicos como paredes de edificios. Realizó numerosas telas de grandes dimensiones, como La danza, para clientes rusos. Así trabajaría hasta la Primera Guerra Mundial, para sumergirse luego en un lenguaje más modesto en proporciones, esa pintura de la intimidad, como él mismo la llamaba.