NADANDO CON CHOCOS

Turistas

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Además de una notable cantidad de tiempo libre y una buena cámara de fotos, el turista tiene algo de lo que nativo carece: la capacidad de sorpresa. Por eso le conmueve a uno verlos en lo suyo, en su ciudad. De camino a la escuela, bordeando con rutina la Bahía de la Concha guardo media docena de imágenes de encuentros mágicos con forasteros. Sin conocerlos. Las manos agarrando el último resquicio de tierra que era la barandilla más famosa del planeta, la mirada en la quinta puñeta, el corazón a punto de saltar por la borda de la boca y una misma frase tonta en los labios. No podían decir otra cosa.

Desde entonces tengo la costumbre de hacer regularmente de vampiro de las emociones de los que conocen lo mío, allí parado timpanillo avizor, esperando trincar para mí algo de esos niños viejos que van mapa en mano descubriendo el mundo. Allí me planto escudriñando a ver si redescubro yo también algo de lo mío, de lo que ya no me exalta casi nunca, a ver si sigo vivo, pues dejar de sorprenderse es una muerte, chica, pero muerte. Estos días han llegado miles de ellos a Cádiz en sus ciudades de rascacielos flotantes y han seguido su camino, típico para muchos pero único para cada uno de ellos. Ese que empieza en el Monumento a las Cortes con la boca abierta y la docena de fotos y que se pierde por las calles donde van ellos cámara en mano, con sus gorros y sombreros y su zapato cómodo, con sus camisas color pastel y sus bermudas con calcetines.

Y Cádiz se puso bonita meneando los planateros de la plaza España con un noroeste que pegaba a bocajarro en la Caleta. Allí me fui con ellos, a sentir sus sensaciones, que es gratis y a rebelarme contra los que les ponen las malas caras, los que aún piensan que eso no vale ná, los que dicen de los otros eso de «míralos, van como tontos», sin saber que los tontos son ellos.