NADANDO CON CHOCOS

Encuentros en la tribu

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Dicen que cuando Dios hizo el mundo se olvidó de Namibia, del Kaokoland, tierra del vacío, uno de los lugares menos poblados del planeta. Quien no ha estado allí no sabe lo que significa nada, inmenso y soledad. Allí viven los Himba, con los cuerpos rojos de ocres y grasas, sus cabañas de estiércol, sus joyas de alambres pulidos en diminutos aros. Son muy pocos, seminómadas, pastores, coquetos, amigables, estilizada la figura y la mirada digna.

En las últimas estribaciones del norte del gran Namib y a suficientemente cerca de la inmensidad de la Costa de los Esqueletos para que cuando sopla el oeste llegue el fresco de un mar inmisericorde, en ese poblado esperan las mujeres, ellos en el campo. Allí todo es campo. Adoran que les hablen, les pregunten, que les toquen. Reír.

A veces se arrancan a bailar. Sale la más vieja, con sus musculadas piernas, tocando las palmas, azotando el suelo con las plantas de los pies en un ritmo que no reconocerá en ninguno de los que guarda en su disco duro de europeo. Llama a las demás. Y llega el cachondeo. Si olvida sus prejuicios de urbanita occidental, saltará con ellas, revoleando, sonriendo, levantando arena con los pies, llenándose los zapatos de tierra. No se preocupe si se ríen; su aspecto también es extraño para ellas.

Luego los abrazos, los regalos, los besos a los niños, la vuelta al jeep con la cara, la ropa y las manos blancas manchadas del rojo de otro lejano, del Himba a quien abrazó a quinientos kilómetros de la nada más cercana.

Meses después de volver -sepa que a África no se va, de África se vuelve- se sorprende uno viendo la escena en la televisión con la cena en el plato. Perdidos en la tribu. De Cuatro. ¡Tras! Son ellos. Y se le vuelven a descolocar las existencias.