MAR ADENTRO

Si te dicen que caí

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Más allá de las islas del tesoro, de la historia de dos ciudades y de los episodios nacionales, uno ya había descubierto por entonces los versos de Blas de Otero, pero aquella mañana bajo la piedra ostionera del viejo Colegio Universitario Gaditano, uno descubrió una forma nueva de narrar el mundo, el demonio y la carne. El libro se llamaba Si te dicen que caí y lo había escrito un gacetillero al que ayer le entregaron el Premio Cervantes.

Recuerdo como si los hubiera vivido o leido ayer aquellos poderosos personajes de Marsé, desde el Pijoaparte a la prima Montse, la niña tuberculosa embrujada por Shangai o Julivert, aquel maquis que retornaba rumbo a una venganza turbia en Un día volveré, o sus paisajes cargados igualmente de evocaciones, desde el crimen que palpita en la ronda del Guinardó a la avaricia que acaba con el cine Roxy, en donde Juan Faneca -ese es su verdadero apellido- coincidió con Joan Manuel Serrat, en forma de canción. Pero en las páginas de aquella primera novela suya que tuve entre mis manos, suscitaba una temprana memoria histórica que era, sobre todo, una memoria sentimental, que también nos habían hurtado entre tópicos y mordazas. Los niños que protagonizaban sus páginas eran tan ingenuos como la transición que comenzaba entonces e ingeniaban una fabulación de lo cotidiano bajo el nombre de «aventis». Desde entonces, muchos vivimos dentro de una aventi de Marsé y, cada Día del Libro y de San Jorge, no sólo vibramos con las emociones de la peripecia humana que nos describió Marsé, sino las de muchos otros a quienes fuimos descubriendo en el silencio de otras bibliotecas, en la intimidad de una alcoba, en los anaqueles heroicos de las librerías, o en el sosiego de los parques cuando escampa.

Así, sin ir demasiado lejos, nos sobrevinieron aventis de andar por casa, entre arboledas perdidas y canciones del pirata, flautas prohibidas de Carlos Edmundo de Ory, furtivos de Luis Berenguer o camiones cargados de droga que arden en la última página de uno de los mejores relatos de Ramón Solís. Desde entonces a hoy, la literatura fue un tren de largo recorrido que se apeaba en las estaciones de la memoria, entre indicios vehementes y palomos cojos, aires difíciles o mares que eran tardes con campanas, monedas de pus y sermones de la barbarie, males de piedra, alacenas, transparencias indebidas, sombras de Tartesos, fotos en la luna, cazadores de humo, mapas del tiempo o estelas. hasta los últimos títulos que se arrellanan en los escaparates, entre cazadores de humo y mapas del tiempo, hasta los Oficios estelares, relatos nuevos y antiguos de Felipe Benítez, Las vacaciones de invierno, la flamante novela de José Manuel Benítez Ariza o los versos jóvenes y sabios de Carmen Moreno en Como agua para tu cuerpo y los que José Manuel Caballero Bonald reúne bajo el título de La noche no tiene paredes.

En un mundo en el que se subastan los sueños como si fuera la maquinaria de Delphi, lo único que no se compra ni se vende es ese cariño verdadero hacia otros mundos y hacia otros sueños, que nos descubrieron las aventis de Juan Marsé cuando todos pensábamos que la historia podía ser diferente. Si te dicen que caí, jamás fue cierto: los libros me lo impidieron. Nunca fui al sitio que tenían allí los que se dedicaban a quemarlos.