VUELTA DE HOJA

La pena y las penas

El sufrimiento humano no es mensurable. ¿Quién puede calcular la intensidad del dolor de los padres de Marta del Castillo, la chiquilla asesinada por su abyecto novio o ex novio y por su banda? Todos entendemos su desolación, pero ninguno podremos calibrar su pena. En cambio, las penas que el Código impone a los más repulsivos asesinos sí se sabe cuáles son. Esa es la diferencia.

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Los padres de Marta exigen la instauración de la cadena perpetua para este tipo de crímenes. Temen que si se portan bien en la cárcel y prometen que no van a hacerlo más, entre unas cosas y otras -la muerte de un Papa o la redención por el trabajo o la saturación de los centros penitenciarios- los más depravados criminales puedan compartir la barra de un bar con las personas decentes al cabo de una temporada.

No se trata de pedir para ellos la muerte, que eso sería plagiar su conducta. La llamada máxima pena aplica lo mismo que reprueba y matar al que mata lo único que impide es que sea reincidente.

«Muchos tragos son la vida y un solo trago es la muerte», escribió el gran Miguel Hernández, al que las dos cosas, cárcel y muerte, le dieron las Españas de su tiempo. Condenar a alguien para toda la vida no sólo es terrible, sino carísimo. Hay que darle de comer y de dormir. Vigilancia y alojamiento. Nadie ha encontrado, en ningún país, una solución mejor, pero en el nuestro se nos oculta el coste real.

Los malos nos hacen peores a todos. Los afligidos padres de Marta han pedido algo también terrible: «que cada día que pasen en la cárcel les resulte un infierno». No se trata de eso, que jamás puede ser la finalidad de la Justicia. Para que no se pudran en la cárcel habría que impedir que la putrefacción de la sociedad no les hubiera afectado.