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Moderación sindical

La huelga general convocada para ayer en Francia en defensa del poder adquisitivo, del empleo y de los servicios públicos obtuvo una respuesta desigual pero suficientemente elocuente sobre el malestar social existente en el país vecino, aunque éste aún no ha entrado en recesión. Las reivindicaciones de la movilización francesa enlazan con tensiones anteriores a la propia crisis en relación a la política trazada por Sarkozy, como ocurre en la enseñanza. Pero en cualquier caso, la jornada de ayer sirvió para evidenciar cuán difícil resulta precisar los motivos de una huelga e identificar los destinatarios del mensaje de protesta ante una crisis económica tan global. Ni es posible señalar a los culpables nacionales de la debacle, ni es fácil elaborar una tabla reivindicativa que soslaye tanto el carácter general de la crisis como los riesgos que entrañaría adentrarse por la senda de las movilizaciones. En España los responsables sindicales son plenamente conscientes de la ineludible pérdida de empleos que comporta la crisis; de la necesidad de los reajustes laborales para garantizar la viabilidad de muchas empresas. De manera que sólo el recurso abusivo a los expedientes de regulación o el reparto al alza de dividendos podría suscitar la indignación necesaria para un incremento sustancial de una conflictividad laboral que hoy por hoy es puntual.

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De ahí que las menciones más o menos veladas a la eventualidad de una huelga general nada tengan que ver ni con las necesidades del país ni con la estrategia de fondo que siguen las centrales sindicales. Si de lo que se trata es de mantener el máximo de empleo, los agentes sociales están obligados a contribuir a la recuperación de una confianza basada en este caso en la racionalidad de su propio comportamiento. Porque es más que dudoso que elevando la temperatura social pudieran contenerse los efectos de la crisis sobre el mercado laboral. Afortunadamente, con la excepción de algún exaltado, no parece que en España haya corriente sindical o política alguna proclive al tacticismo a cuenta de la crisis. Una tentación que Izquierda Unida debería evitar, en primer lugar por responsabilidad, pero también porque lejos de propiciarle mayor clientela su eventual radicalización le distanciaría del sentir de una ciudadanía que se muestra inquieta y disgustada, pero sabedora de que toca destruir lo menos posible para poder comenzar a construir cuanto antes.