Fitur
Madrid, Ifema, Fitur. Sobre un mostrador se cuadran decenas de folletos que reposan mecidos al compás de un zapateao que llega de algún altavoz lejano. Como dos columnas de Hércules, dos azafatas miran al infinito con una sonrisa entre desdichada y profesional. Una de ellas viste sombrero cordobés, la otra un traje de lentejuelas con un adorno imposible de frutas sobre la cabeza. Desde una esquina, El Cordobés, el hijo, asegura micro en mano que le encanta Málaga porque su toreo es «muy 'picassiano'». España y Cádiz se la juegan el gol de oro en la prórroga de las crisis económicas. Después de cerrar las fábricas de coches y las albañilerías, los gigantes de la empresa esperan no tener que cerrar los hoteles por falta de clientes.
Actualizado: GuardarUn curioso se pregunta cuánto habrá costado la broma del medio millón de euros mientras Cádiz espera que después de quitarle los barcos, las piezas de los coches y hasta el tabaco, los del segundo mundo no se le lleven a esos dos millones de extraños amigos que se comen las tortillitas de camarones al precio que sea y que no protestan por las cuentas abultadas. Esos, los que se ponen una peluca el sábado de Carnaval, los que se ponen ridículamente rojos en cuanto les da media hora el sol de marzo, los de los sombreros horteras, «los de fuera».
Pese a todo, Cádiz tiene el mayor valor de todos. En general, y con deshonrosas excepciones, por supuesto, caemos bien. Somos unos tíos verdaderamente simpáticos. O auténticos. Ese es el mayor patrimonio de Cádiz, más que sus 3.000 años de historia, más que la finura de la arena de sus playas, los parques naturales, los dos mares, las torres mirador y todos los atardeceres juntos. Al margen de tópicos sobre 'graciosos', Cádiz son los gaditanos, para pequeñas desdichas y mayores glorias. Por eso, por majos, debe ser, se para una señora delante del mostrador de los folletos de la provincia. «¿Anda, Cádiz!». Si señora, bienvenida ¿qué desea? «¿Tienen ustedes pins?»
