EL COMENTARIO

Desperdicio

Cuando cumplió los once años ya le habían enseñado que España era el invasor y los vascos, víctimas indefensas, miembros de una nación sojuzgada que lucha por la independencia. Hacia los doce aprendió de su padre que el mejor modo de salvar a la patria era odiar a los españoles y a los vascos traidores que están de su lado. De estos últimos había dónde escoger en el pueblo.

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A los catorce la primera manifestación, una piedra lanzada a los cipayos, un gora ETA y un porrazo recibido por la libertad de Euskal Herria. A los quince, alguien en la herriko taberna le propuso que se escribiera con un gudari del pueblo que estaba prisionero en una cárcel de exterminio situada muy lejos de casa. A los dieciséis hizo el largo viaje en un autobús fletado por las gestoras pro amnistía para visitar a su preso por primera vez. Le gustó oír de su boca lo que ya le había dicho por carta: que el único camino eficaz era la lucha armada y que no se arrepentía de nada. A los diecisiete lanzó un cóctel molotov y los colegas de Jarrai le dejaron que fuera ella la que llevara la iniciativa de los gritos de la manifestación, coreados por los demás. La emoción le mantuvo los ojos llenos de lágrimas, pero sin derramarlas.

A los dieciocho a su preso le dejó la mujer y ella se le ofreció para los bis a bis; le hizo sentirse orgullosa dar placer al guerrero. A los diecinueve pasó de labores de información a entrenamiento con armas y explosivos. A los veinte se puso un pasamontañas en la cabeza y se colocó detrás de aquel hombre viejo al que conocía desde niña y que le había vendido pan cientos de veces. Pero ella sólo vio la nuca de un ex concejal de un partido españolista, de un responsable de la invasión. Y apretó el gatillo.

A los veintidós la detuvieron en Francia. Y ahora, recién cumplidos los treinta y cinco años, desde la misma cárcel de su gudari -el cual cumplió la condena, desapareció y nunca más se supo de él-, ella es otra persona que mira desde la ventana de la celda el patio de la cárcel que no es de exterminio, sino de languidecimiento y resumen de la causa.

Ve en el suelo el fantasma de su juventud, que ya se ha desprendido del todo de los barrotes, la única morada que ha conocido, y se desvanece para siempre al tocar ese cemento en el que no caben esperanzas, sólo el resto de la condena y el cómputo de la irracionalidad.

Después, se sienta en el camastro y junta las manos en el regazo, mientras se mece suevamente, para intentar que no se derrame lo que le resta de su vida desperdiciada.