EL RAYO VERDE

Los años difíciles

El tiempo no corría tan rápido aquel 6 de diciembre de 1978. Aún los veranos eran largos y las navidades empezaban con las vacaciones escolares, el día 21, y no en noviembre, como ahora. No dolían los huesos al levantarse y la cintura ni llegaba a la talla 36. No había ADSL, wifi, correo electrónico. Ni ordenadores. Se hablaba por un teléfono con cable, incluso pegado a la pared, algo que ahora parece marciano. Ya lo saben los jóvenes que ven Cuéntame. Llevábamos extraños cuellos picudos y pantalones de campana, minipulls, abalorios y pañuelos, que de vez en cuando vuelven a ponerse de moda. Nos gustaba ver debates en la tele y leíamos (o decíamos leer) gruesos tochos de pensamiento político. Discutíamos mucho, largas madrugadas, acerca de la lucha de clases, el reparto de la riqueza, la justicia social, del miedo a la libertad. Se participaba en asambleas, largas, densas. No se hablaba de cuotas de poder, de reparto territorial, de familias, de corrección política. Se bailaba en los límites de la ley, a los bordes de la represión. El testamento político de Franco en póster adornaba aún muchos despachos. En ciertos cajones y armarios se guardaban condecoraciones de yugos y flechas y retratos autografiados del dictador, lo bastante a mano por si hicieran falta.

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El Cádiz que aprobó aquella Constitución no las tenía todas consigo, pero bullía al amor de las nuevas instituciones democráticas, del ayuntamiento rejuvenecido, los partidos, las banderas, los sindicatos. La Casa del Almirante, hoy a punto de ser hotel de lujo, guardaba los secretos de conspiradores y heterodoxos variados. Ah, si las piedras hablaran.

Temíamos que la Carta Magna no saliera aprobada y la movilización ante los colegios electorales tuvo tintes de fiesta cívica. La representación gaditana en aquellas Cortes constituyentes la encabezará para siempre la melena blanca de Rafael Alberti, recién vuelto del exilio, y luego sustituido por un comunista de raza, Paco Cabral, de Trebujena; y la completaban dos hombres de la UCD, Fernando Portillo y José Manuel Paredes Grosso, el primero procedente del régimen, el segundo del liberalismo; un arrumbador de las bodegas portuenses, Esteban Caamaño, sindicalista de USO, elegido por la coalición PSP-PSA, ambos fuertes en la provincia; y cuatro diputados socialistas: Manuel Chaves, aún profesor de Derecho en la Universidad de Sevilla, Ramón Vargas-Machuca, que entonces terminaba su tesis sobre Gramsci, un economista de Madrid llamado Jerónimo Sánchez Blanco y el obrero chiclanero Pedro Jiménez Galán.

Parece que ha pasado un milenio de aquello. Como la memoria es selectiva, es fácil quedarse en un cierto perfume añejo de batallita romántica. Pero es preciso recordar también que fue duro y que hubo muchos riesgos. La extrema derecha funcionaba a tope, los rumores de golpe de Estado no cejaban, los atentados de ETA eran bestiales y cotidianos. Nadie daba un duro por este país de locos, con tintes de república bananera. Entre la ilusión, el miedo y la desorientación, el Carnaval, como siempre, retrataba el espíritu de la época. Fue el año del estribillo del coro de La Viña Los liberales de 1800: Qué pajarraca se iba a liar si ahora dijera Suárez que la democracia no sirve pa ná. Ni siquiera sabíamos si nuestros hijos futuros llegarían a nacer en democracia.

Pero lo hicieron, y ahí siguen, ahora en una post-democracia post-yuppie en crisis. Ni siquiera saben que si llaman a la puerta de madrugada será el lechero.

Permitid que en tal día como hoy volvamos a sacar, como los antiguos combatientes, las viejas palabras, los sueños, las utopías. Y una furtiva lágrima.

lgonzalez@lavozdigital.es