EN FAMILIA. Julia, entre sus padres en el salón de su casa. / ÓSCAR CHAMORRO
Ciudadanos

«Apenas comemos fuera porque no hay opciones para celiacos»

María del Carmen y Antonio son los padres de Julia, que fue diagnosticada hace tres años

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Diagnosticar a Julia no fue difícil, aunque llevó tiempo. Tras varias pruebas y visitas al pediatra la razón de los vómitos, la diarrea y que no fuera igual que alta que sus compañeras de clase se debía a un caso de celiaquía que no se estaba tratando.

Lo difícil vino después. María del Carmen Pérez, su madre, reconoce que no había oído hablar de la enfermedad antes. «Todo se te hace cuesta arriba porque no puede comer lo mismo que sus amigos en los cumpleaños en el cine o cualquier domingo en la hamburguesería», señala.

Asegura que para un adulto cambiar la alimentación es difícil, pero para un niño comprender que no puede comer productos tan habituales como un bizcocho «lo es aún más». Con todo, no ha habido traumas ni rabietas para Julia. «Desde que conoció su enfermedad ella misma se ponía los límites y sabe lo que puede y no puede comer». Para sus padres esta forma de actuar resulta admirable.

Obleas de maíz

La niña cumplirá pronto los nueve y este curso hace la comunión con el resto de sus compañeras. Julia está en un colegio religioso y tomará la oblea de maíz para que no afecte a su dieta.

Otra cosa es salir a comer fuera. Sus padres optan por quedarse en casa ante la falta de opciones en los restaurantes. «¿Qué costaría tener un simple paquete de espaguetis sin gluten?», se pregunta Antonio Castro, su padre.

Aunque avisen con tiempo o acudan a los locales que ya conocen, la situación es siempre la misma. «Pedimos carne o pescado a la plancha y cuidado con las patatas». Si se fríen con aceite contaminado de gluten la cosa se complica y pocos tienen esas atenciones.