DRAMATURGO. Arrabal visitó ayer Cádiz como ponente. / N. REINA
Cultura

Moratín, Stalin y el Señor Mierda

Fernando Arrabal cierra el Congreso sobre teatro del XVIII con una conferencia sembrada de provocaciones en la que imita a la Duquesa de Alba

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Desde que anunció en televisión la llegada del milenarismo, Fernando Arrabal se ha convertido en un involuntario friki mediático. Probablemente sea el intelectual español con más visitas en Youtube, aunque su popularidad no se debe al predicamento de sus películas, ni a la densidad de sus sesudos ensayos sobre el surrealismo, ni siquiera a su copiosa colección de premios teatrales. Es famoso, sobre todo, por su heterodoxia vital y por su constante afán de provocación.

Ayer (sábado por la tarde), en la clausura del Congreso Internacional de Teatro Ilustrado y Modernidad Escénica, Arrabal cumplió sobradamente con el personaje y brindó al público una conferencia díscola, confusa, sembrada de anécdotas y digresiones.

Acto primero

Tras la presentación («el profesor lo estaba haciendo muy bien, pero se equivocó en un detalle, así que pensé en coger un látigo y fustigarlo»), el ponente comenzó a pasear por entre las mesas, como un telepredicador en versión académica, exponiendo ideas sueltas y correspondencias históricas y biográficas que parecían no ir a ninguna parte.

Explicó que Moratín tenía la cara picada de viruela, como Stalin, «un hombre muy sabio que lucía unas manos preciosas». El dramaturgo ilustrado «sufrió toda clase de calumnias, y se vio forzado a marcharse de su país, tal y como le ocurre ahora a Kundera». Reivindicó el exilio como «una tercera patria, quizá la única», y se incluyó en la larga nómina de genios «huídos de España»: Picasso, Dalí, Teresa de Ávila y, de nuevo, Moratín.

En esas andaba cuando el improcedente politono un móvil le hizo perder el hilo (si es que lo había) del discurso. Se lleva una mano a la oreja, a modo de auricular y avisa: «Silencio. Nos está llamando Dios. Perdone, Dios, ¿le importaría llamar más tarde?». Una chica hace ademán de levantarse. «No se vaya, señora. Usted se marcha a contarle a todo el mundo que Arrabal no tiene éxito». Risas y aplausos.

Acto segundo

Sube de nuevo el telón y el ponente retoma a Moratín y sus peripecias en la Francia de 1792. Le recrimina que no contase la «barbarie ciega» de la justicia revolucionaria pero, a mitad de la argumentación, inserta otro paréntesis ilustrativo. «María Antonieta era tan guapa que tuvieron que cortarle la cabeza. Había un carnicero, el Señor Mierda, que se enamoró del vello del sexo de su cadáver, así que se lo arrancó con un cuchillo y se lo colocó a modo de bigote».

Encauza lo que parece la columna vertebral de su tesis: Moratín, Kundera (y, como de pasada, él mismo), fueron (son) apreciados y negados a la vez por sus contemporáneos, pero vuelve a pararse en seco. «En sus caras veo que quieren que les recite un poema. Sí, lo veo. No hay duda: un poema».

Recita el primer verso en latín, luego en euskera y en catalán. Cuando comienza con la versión italiana, una chica se ofrece a terminar la tarea: «Es usted la viva reencarnación de Botticelli», le dice, después de hacer la traducción simultánea de sus propias palabras.

Acto tercero

Termina la obra con una anécdota personal (su juicio durante el franquismo, en la que declararon cinco futuros premios Nobel), y con una especie de chiste interpretado: «Hace poco me encontré con la Duquesa de Alba. Me dijo (imita su voz): Soy un gran admirador suyo, Arrabal. Tengo todas sus canciones». Baja el telón.