TRIBUNA

Otro paraíso en la tierra

EPersonalmente, y lo digo desde la perspectiva que me ofrecen mis manos embadurnadas de tiza, se me antoja imposible una solución a los males que aquejan actualmente a nuestro sistema de enseñanza si nos negamos a escarbar en la auténtica raíz del mal. Puede que se logre maquillar un poco el rostro de la enferma si al profesor se le obliga a cambiar calidad por cantidad, si entre todos conseguimos que el alumno vaya a clase a divertirse, si llenamos las aulas de ordenadores que a la postre se resisten a llevar a cabo su cometido, si antes que en disminuir las ratios se invierte en planes lectores que difícilmente horadarán la costra de indolencia cultural de la chiquillería. Sí, puede que todo sea cuestión de mano administrativa firme y un poco, muy poco, de presupuesto. Aunque por ese camino continuaremos abocados al fracaso porque esa dolencia se manifiesta claramente en su tejido, pero es de muchísima mayor envergadura. Estamos ante un problema social.

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Cada sociedad es responsable de los ciudadanos que fabrica. No puede lavarse ésta sin más sus manos manchadas de culpabilidad o, como mínimo, de ceguera. Estamos construyendo una sociedad cimentada casi en exclusiva en los valores vacuos aunque deslumbrantes del consumo. A una sociedad de este tipo, con todas sus voceadas promesas de bienestar y ocio, le interesa producir legiones de individuos aborregados con una tarjeta de crédito en el bolsillo que los anestesie ante la cruda realidad de no ser dueños ni siquiera de su sueldo. Masas ingentes de ciudadanos capaces de tragar publicidad y consumir basura televisiva con una mueca de satisfacción en los labios. Hordas enfebrecidas que arrasen con las estanterías de los centros comerciales en cuanto lean los catálogos de ofertas o lleguen, cada vez antes, los cantos de sirena de los primeros villancicos. Estos gigantescos tropeles pendientes del hilo de sus respectivos contratos basura, frente a unos pocos con cierta preparación para continuar sosteniendo el sistema. Gente pensante y crítica cuanto menos mejor.

Los alumnos que pueblan nuestras aulas no son sino los alevines de esos futuros trituradores de toda la bazofia comercial producida expresamente para ellos. Felices renacuajos, en los menos graves de los casos, obnubilados por la dichosa agramaticalidad del messenger, por sucesivas generaciones de teléfonos móviles, por los engendros in Vitro de los concursos y los protagonistas de infames seriales televisivos, por la irresistible atracción de las marcas y los logotipos, por la comida de plástico y las tonadillas de moda, por las fantasmagorías de la play station y la velocidad (sin casco) de sus motos. ¿Qué rincón preserva esta sociedad para el verdadero conocimiento en sus atolondradas cabezas? ¿Qué resquicio les deja para otro tipo de aliciente que los anime a erguirse aunque sea durante un rato de la molicie del sofá?

Pretender que estas criaturas instaladas en las mismas puertas del Paraíso escriban consignando las tildes, lean con agrado algunos libros por curso, atiendan con relativo interés a breves explicaciones en clase, conozcan y reconozcan la importancia de los logros de ciertos personajes que anduvieron por el mundo antes que nosotros, asuman su responsabilidad en el crecimiento humano de la sociedad y la conservación del Planeta, y que acepten para todo ello la necesidad de realizar un mínimo de esfuerzo, cualquiera de esta pretensiones te eleva de inmediato, a falta de la desaparecida tarima, a la categoría de perfecto extraterrestre. En su inconsciencia deben de estarles tremendamente agradecidos a todos los que han luchado por erradicar del sistema educativo, o dejar en pañales cuando menos, todo aquello que desde siempre había contribuido a la formación cabal de los hombres. Cada sociedad encuentra, como digo, lo que busca y, por ello, se merece.