ANÁLISIS

La dignidad de la literatura

Cuando llegué a mis tiernos 18 años a la Facultad de Filosofía y Letras de Granada para estudiar filología inglesa, jamás imaginé que en mi futuro sólo hablaría inglés en hoteles y aeropuertos extranjeros. En octubre del 90 no sabía que al final me decantaría por la literatura española, que ese cambio sería determinante en mi vida y que esa decisión me pondría en el camino a profesores magníficos como Ángela Olalla, Juan Carlos Rodríguez, Álvaro Salvador o, sobre todo, Luis García Montero. El azar y mi necesidad echaron las cartas y salió repóquer de ases. Fue García Montero quien me enseñó en sus clases que se podía leer de otra manera, que se podía vivir de otra manera. Este encuentro casual pero decisivo es el responsable de que me dedique a defender la dignidad de la literatura en cada uno de los cursos a los que imparto clases año tras año.

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El poeta madrileño Carlos Pardo llegó a Granada en 1993 con las ideas muy claras. Carlos, que aterrizó en Filosofía y Letras justo el año en que yo fui alumno de García Montero, podría haber optado por cualquiera de las facultades de filología madrileñas. Sin embargo, el hecho de que en Granada hubiera un profesor llamado Luis García Montero -aparte de otras razones con nombre de mujer- lo decidió a coger las maletas y marcharse de su ciudad. Carlos Pardo no terminó la carrera, ni en Granada ni en ningún otro sitio, pero aprendió con Luis García Montero lo que significaban las palabras poesía, amistad, complicidad, amor,

Por lo visto, oído y leído, Luis García Montero abandona la Universidad de Granada el próximo curso por culpa de las miserias de la literatura, de sus envidias, de sus cuchilladas por la espalda. Supuestamente las diferencias entre el denunciante y García Montero se habían resuelto con una disculpa del segundo en una reunión del departamento de literatura de la Facultad. Pero parece que para el rencor no basta una disculpa, si no va acompañada del escarnio público. Pues, bien, objetivo conseguido. No merece la pena apelar, aunque exista la convicción de que se está cometiendo un atropello.