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Pensar en la muerte

El filósofo vienés, Ludwig Wittgenstein, en un par de anotaciones de su Diario Secreto, tras confesar que siente cierta fascinación por la muerte, se lamenta de que, en la vida presente, no existe lugar para pensar en ella. Es posible que esta valoración -junto a motivaciones morales- le impulsara para que, a pesar de haber sido declarado inútil por problemas de salud, se alistara como voluntario en el ejército austriaco en la Primera Guerra Mundial.

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Nosotros, sin necesidad de recurrir a elucubraciones filosóficas, sabemos que nuestra existencia humana -ese entramado de recuerdos, de episodios y de deseos- es una ineludible convivencia con las muertes de los que nos han dejado la dolorosa huella de su ausencia y con el anticipo -más o menos consciente- de nuestra propia muerte.

Por mucho que pretendamos hacernos los despistados, la muerte es nuestro acompañante más fiel desde el instante del nacimiento. Hemos de reconocer, además, que, de la misma manera que los sufrimientos que acarrea -independientemente de sus circunstancias- pueden ser agravados por una inadecuada preparación, también, pueden ser suavizados por una oportuna preparación y por una correcta ayuda: igual que la zigzagueante ruta de la vida, el trance de la muerte puede ser bueno, malo y horroroso.

Es sorprendente, sin embargo, la coincidencia con la que, en la actualidad, desde sus respectivas perspectivas determinadas por sus diferentes intereses, los reclamos sociales y las propuestas culturales están logrando que, autoengañados, nos olvidemos totalmente de este ineludible y «vital» episodio. El hecho cierto es que los pensadores, los periodistas, los educadores, los médicos y hasta algunos sacerdotes consideran este asunto como tabú y, sobre todo, que han perdido el sentido del valor de la muerte en su relación con las actividades diarias, y que no tengan en cuenta que es un componente esencial de la vida e, incluso, un factor que puede ayudar para que, aunque no prologuemos nuestro tiempo, sí intensifiquemos la conciencia de nuestra existencia.

La consideración de la brevedad de la vida y de la inevitabilidad de la muerte, en vez de paralizarnos y de diluir nuestro tiempo, debería estimularnos para que extraigamos de cada uno de nuestros episodios los jugos más esenciales y sustanciosos. ¿No creen ustedes que, en vez de agobiarnos negando la muerte, podríamos convertirla en un estímulo para aprovechar cada minuto de vida, para respetarnos, para querernos y para ayudarnos?

Es posible que -sin necesidad de recurrir a aquellas truculentas meditaciones sobre los novísimos- el pensamiento sereno sobre la muerte -sobre la nuestra y sobre la de nuestros seres queridos- nos empuje para que, de forma explícita, con amor y con respeto, hablemos de todas esas cosas buenas y bellas que, con demasiada frecuencia, sólo decimos en los funerales. Desde la perspectiva de la muerte vemos la vida de otra manera y, mientras algunas cuestiones pierden valor, otras por el contrario, recobran su importancia: hace posible un mirada distinta sobre la realidad, nos proporciona una claridad que disuelve esos ruidos que trivializan los asuntos que, reconsiderados, están llenos de sentido. Si al pensar en la muerte miramos retrospectivamente a los momentos difíciles y soñamos ilusionados en un mañana mejor, es posible que intensifiquemos nuestro presente y prosigamos nuestra andadura liberados de lo peor de nosotros mismos y, quizás, nos ilusionemos con una convivencia más grata y más placentera.