MAR ADENTRO

La Ítaca de Rafael Montoya

Rafael Montoya tenía cejas de presidium supremo de la Urss y olor a brea. Esta semana se desenroló de la vida y dejó los muelles de esta provincia un poco más vacíos, si cabe. Él no era del siglo XXI, como la pesca tampoco parece serlo para este viejo confín en donde cualquier día le pediremos visado a Poseidón y a la Virgen del Carmen.

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Montoya fue patrón mayor de la Cofradía de Pescadores de Algeciras cuando la flota del sur se jugó su futuro y terminó perdiéndolo: allí, o en Barbate, apenas unos cuantos faluchos siguen haciendo la ruta del sur, mientras la Bahía de Cádiz faena en el Golfo. Él vivió varios naufragios pero el mayor fue ese, cuando se fue a pique una de las mayores bazas económicas de esta costa, en aquellos tiempos en que el trajín del amanecer llenaba todavía a la lonja de Cádiz con voces de subasta y quien más y quien menos se ganaba un catarro crónico al esconder los peces debajo de la blusa para que no se los decomisara el resguardo.

El fue un rojo en aguas verdiazules. Aprendió a escribir leyendo las cartas marinas y, hasta poco antes de que atracara su nave del olvido en una turbia noche de hospitales, escribió historias cotidianas en torno a El Rasque, un viejo lobo de mar como él y a quien siempre llamó tovarich mientras él le llamaba Dafalico por un añejo defecto en su lengua. Ambos supieron de sobra que, en los caladeros, no todo fue picaresca como cuentan, ni cargas de dinamita acabando con el porvenir, como también ocurriese a veces.

Allí, a lo lejos, donde se quiebra la línea de horizonte de Joseph Conrad, marineros de Cádiz y de los cuatro vientos se dejaron la piel sobre cascarones de nuez. El propio Montoya recordaba con grima lo difícil que resultaba halar del palangre: 180 metros de red y de anzuelos a una profundidad de trescientas brazas, más de medio kilómetro sumergido.

Un solo hombre debía gobernar aquel arte, con los pies y las rodillas atrabancados en cubierta y borda mientras el barco parecía a veces un molinillo rolando en la tormenta. Armados con manoplas, a cada palangre vendría el relevo y los dieciséis de a bordo, desde el patrón al motorista pasando por el cocinero, se turnaban en un trabajo de chinos, cada día durante doce.

Ahora, no suele haber chinos, pero suele haber marroquíes o suramericanos. Desde hace muchos, a los jóvenes de Cádiz se les hace un mundo embarcarse en los pesqueros: un trabajo esclavo, en un espacio infame y aún se mantienen los salarios a la parte que denunció José Luis Tirado en su documental Donde hay patrón, tras la tragedia del Nuevo Pepita Aurora. Por eso se habrá muerto Rafael Montoya, como se murió el capitán Ahab persiguiendo a Moby Dick. Porque su reino ya no es de este mundo, porque su tiempo ya no es de este tiempo.

Porque ya no hay sueños blancos llegando a la dársena entre los gritos de alegría de una muchedumbre que aguarda con los brazos abiertos. Porque tampoco ya vive aquel otro Rafael que creía que las olas seguían siendo las casas de los hijos de la mar de Cádiz. Y que los pobres del mar, desesperados de sirenas, tampoco esperan ya que Cádiz les mire un día dueños del mar y las olas, porque probablemente Cádiz ya nunca sea más Cádiz que ayer y ahora. Rafael Montoya fue pobre pero murió rico. De experiencia, como pregonaba Cavafis. Seguro que en la Ítaca de la otra vida le estará esperando Penélope, esa vieja amante suya salina a la que solemos llamar libertad.