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Rajoy descoloca a Rouco

El presidente de la Conferencia Episcopal, Rouco Varela, ha aceptado comparecer esta semana ante los periodistas para ofrecer su impresión sobre la actual coyuntura tras las elecciones generales y la evolución posterior de los acontecimientos. Y la mayor evidencia de esta nueva etapa es que el 'giro al centro' de Mariano Rajoy, refrendado por el XVI Congreso, ha descolocado al sector duro de la Conferencia Episcopal, encabezado por el propio Rouco, lo que obligará a la cúpula eclesial a replantear su posición y su estrategia. El Partido Socialista y el Gobierno, atenazados por la crisis económica que ha generado escasez también en recursos públicos, han optado como es notorio por dedicar estos inicios de la legislatura a promover determinadas reformas baratas que sin embargo tienen fuerte calado ideológico: la reforma de la normativa del aborto, la posibilidad de reglar el llamado suicidio asistido, el rescate de los desaparecidos de la guerra civil y ciertos avances en la eliminación de símbolos confesionales públicos están en la agenda. Y el PP, aunque formalmente opuesto a tales designios, no parece dispuesto a plantear una oposición inflamada, ni mucho menos a salir a la calle para protestar ruidosamente por dichas iniciativas. Tan visible es el cambio que el propio Rouco, preguntado por la actitud de la principal oposición sobre estas cuestiones, ha lanzado su dardo envenenado: «No sé exactamente cuál es la política del Partido Popular». Si se recuerda, por ejemplo, que los obispos y el PP salieron juntos a manifestarse a la calle para protestar en la legislatura pasada contra el matrimonio homosexual, se calibrará la magnitud de la mudanza. Han pasado los tiempos en que, como sucedió el pasado 30 de diciembre, los obispos se asomaban a las plazas a denunciar, en beneficio del PP, el peligro que representaba el Gobierno socialista para los derechos fundamentales.

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Rajoy está lógicamente dolido por la virulenta campaña que realizó contra él la COPE tras su derrota del 9-M y en vísperas del Congreso 'popular', y que hubiera bastado probablemente para romper los puentes con la Conferencia Episcopal aunque no se hubiera producido además el viaje a la moderación política. Todo ello ha desembocado en la formación de un escenario insólito: PP y PSOE cooperan en el territorio central en la consecución de diversos pactos de Estado, y aquellas voces ultramontanas que secuestraban a Rajoy y lo desplazaban extramuros del núcleo central suenan hoy desacreditadas y apenas audibles. Otros medios de comunicación conservadores solventes y con prestigio, ahogados por aquella pinza insólita, están recuperando felizmente prestancia y sitio al amparo de este regreso del centro-derecha al sentido común. Los 'vaticanistas' mejor informados aseguran que Roma, alarmada por aquella deriva que devolvió a Rouco al frente de la Conferencia Episcopal tras apartar bruscamente a Blázquez, exigen moderación a los obispos en esta nueva etapa. No es de imaginar que la curia cambie sus conocidas posiciones, pero sí cabría la posibilidad de una mayor coherencia de los principios con las actitudes: es todavía chirriante, por ejemplo, que Rouco se oponga a preservar la 'memoria histórica' con la exhumación de víctimas republicanas al mismo tiempo que se dispone a seguir instando beatificaciones de mártires del bando vencedor.

Es manifiesto que Rajoy se ha emancipado de aquellas servidumbres, por lo que cabe esperar que la oposición del PP a las reformas mencionadas sea discreta, entre otras razones para no incurrir en la hipocresía de oponerse rotundamente a leyes que el centro derecha no modificará cuando llegue al poder.

El Partido Socialista ha dado pruebas de gran moderación a la hora de ir recluyendo los símbolos religiosos en la esfera de lo privado, es decir, de hacer efectiva la laicidad del Estado. Pero es hora de avanzar en la eliminación de algunos sinsentidos, como el juramento o promesa de los altos cargos frente a símbolos religiosos o la reducción de los funerales de Estado a la liturgia católica. La religión es optativa, pero el Estado debe abrigarnos a todos por igual. Se podrá, en fin, rechazar el relativismo moral en el plano personal pero no en el plano público, donde las reglas de convivencia vienen marcadas por las leyes civiles y no por los credos trascendentes. Produce cierto rubor decir estas cosas a estas alturas del desarrollo democrático, pero, recurriendo a Gide, aunque todo está dicho, «puesto que nadie escucha, hay que repetirlo todo cada mañana».